El periodismo de compromiso de Anamar

Norah, una de las protagonistas de Cables Cruzados, la única novela de Ana María Romero, decía que ninguna de las noticias que procesaba como periodista era neutra. Daban cuenta de muertos y heridos, como ocurría en los tiempos de las “dictaduras criminales y guerrillas militantes” que le tocó cubrir, pero no hablaban de las políticas que provocaban las “guerras frías y calientes” de la época. Le gustaba informar sobre esos “retazos de la historia” pero al mismo tiempo se rebelaba contra la neutralidad del periodista ante las injusticias y desigualdades que subyacen en el fondo de tales hechos.  

Ana María ve en Norah a la periodista comprometida, la reportera que se resiste a cumplir el papel de simple taquígrafa de los hechos. “Cuando le tocaba procesar ese tipo de información tenía la sensación de estar participando en un rito de sangre”, dice de su personaje, cuyo pensamiento cuadra muy bien con las ideas que sustentaba la autora acerca del periodismo.

Es el mismo compromiso que la llevaría años después a incursionar en la política, siguiendo su propia vocación y la de su padre, el político e intelectual Gonzalo Romero, en el entendido de que no basta detectar y reseñar las causas de los problemas que afectan a la sociedad, sino trabajar en la solución de los mismos.

Llegó a la Agencia de Noticias Fides (ANF) a fines de la década de los 60 para sustituir a José Luis Alcázar, quien se acababa de incorporar a la redacción del diario católico Presencia.  Exalumna de los colegios Sagrados Corazones de La Paz e Irlandés de Cochabamba, empezaba sus estudios de Filosofía y Letras y tenía muy poca experiencia periodística. Había trabajado como corresponsal de un periódico de Santa Cruz y como redactora de una de las revistas semanales de El Diario.

“A ver cómo nos va con Ana María. Tengo muy buenas referencias de ella”, me dijo el padre José Gramunt, director de la agencia, al anunciarme su contratación. “El padre Gramunt fue mi primer maestro”, solía decir, como muchos de los periodistas que nos formamos en Fides. En realidad, llegó recomendada por su padre, muy amigo de Gramunt, quien le había dicho que Ana María se empeñaba en ser periodista y él creía que no había mejor escuela que Fides para aprender el oficio.

Efectivamente, los periodistas de esa época se formaban en las redacciones de medios de prestigio, como Fides y Presencia, porque no existía la carrera universitaria de periodismo ni de comunicación social. La primera que abrió sus puertas fue la de la Universidad Católica Boliviana con el nombre de Instituto Superior de Ciencias y Técnicas de la Opinión Pública, escuela a la que entramos con Ana María junto con una veintena de periodistas como sus primeros alumnos. El 23 de diciembre del 2020 se cumple precisamente el cincuentenario de la colación de grados de esa primera promoción.

Para Ana María el periodismo, más que una pasión, era un “vicio terrible”, una “verdadera adicción”, de la que recién pudo librarse cuando incursionó en la política, otra adicción. Mientras  ejerció el oficio, mantuvo, como ella misma decía, una “actitud irreverente” ante el poder y los poderosos.

“Una característica del buen periodista, y siempre lo he dicho, es la irreverencia frente al poder. El rato que el periodista esté con miramientos, para mí, ya se echó a perder”, declaró a la Agencia Alemana de Prensa (DPA) en ocasión de la presentación de su novela. “Los buenos y grandes periodistas siempre han sido personas que han mirado con recelo al poder, lo cual no quiere decir que por ese recelo se pueda torcer una noticia ni mucho menos”, agregó.

Tal vez, por eso mismo, respetó el trabajo de sus colegas cuando le tocó seguir el periodismo desde “el otro lado de la barrera”, desde “la acera del enfrente”, el poder, cuando asumió el Ministerio de Información del gobierno provisional del presidente Walter Guevara Arze, primero, y como senadora del Movimiento al Socialismo (MAS), después.

Antes coincidí con ella en la DPA, ella como corresponsal en La Paz, yo en México.  Era la época en que ella estaba concentrada en su carrera periodística y lamentaba la precariedad de las condiciones en las que el periodismo realizaba su trabajo. “Antes –decía– se hacía carrera en un medio. Uno se ponía la camiseta y se podían dar heroicas batallas por conseguir una noticia”. 

Pero, eso sí, nunca olvidó la misión en la que creía. “Hoy –lamentaría–, de repente te metes a hacer una investigación o escribir una noticia, pero como los medios se han vuelto tan neutros no entra esa noticia, por ser demasiado fuerte o porque sacude el sistema”.

En la agencia Fides nos tocó cubrir momentos difíciles, los años de las rebeldías armadas y las amenazas golpistas, los tiempos de las coberturas clandestinas. “Una vez conseguimos el diario del Chato Peredo. Hicimos el contacto en la plaza Uyuni con el Gato Salazar, yo iba  20 metros de atrás. La cita era clandestina”, relató en una entrevista con Julieta Vidza Tovar Ibieta.

Al  mediodía del 17 de julio del 1980 me llamó a la ciudad de México. “¡Han asesinado a Marcelo!”, me dijo, antes de lanzar la noticia, paralizada por el miedo y sin poder ahogar el llanto. “¿Tienes fuentes?”, le pregunté. “Sí –me dijo–, algunos testigos”. La oficina de la DPA estaba al lado de la sede de la Central Obrera Boliviana (COB), donde sesionaban los líderes de la resistencia, y ella misma había sido testigo del sangriento asalto de los paramilitares.

Fue así que Ana María dio la primicia mundial del asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuando nadie se atrevía a dar la información por temor a la represión. De hecho, la noticia se conoció en Bolivia días después.

Ana María describe a Norah, personajes de su novela Cables Cruzados, como una mujer de unos 40 años, “una persona serena y con mucho control pero un tanto tímida”, “peinado corto, convencional”, “barbilla y frente cuadradas y unos ojos medianamente achinados”, en una descripción que cuadra con su propia imagen. Pero, tal vez, se  pinta mejor a sí misma cuando se refiere a ella como la periodista empecinada a ver las noticias más allá de las apariencias y en ahondar en las causas de las tragedias que afectan al hombre y a la comunidad en la que se desenvuelven.

Página Siete – 25 de octubre de 2020

Recuerdos del porvenir

Al comentar la victoria de Alberto Fernández y Cristina Kirchner de hace un año en Argentina, evoqué en esta misma columna un famoso microcuento de Augusto Monterroso , El dinosaurio (“Cuando despertó, el dinosaurio estaba todavía allí”). Imaginaba entonces  la perplejidad de Mauricio Macri al toparse con una realidad política que él creía superada. La imagen volvió a mi memoria tras la noche electoral del domingo pasado. Al despertar, los bolivianos nos encontramos con que el MAS todavía estaba aquí, intacto, como hace 15 años.

Las encuestas nos habían persuadido de una posible segunda vuelta, así que la victoria del candidato del MAS no dejó de ser una gran sorpresa –incluso para quienes veíamos los sondeos con cierta cautela–, no sólo porque se daba en la primera vuelta, sino por la magnitud del triunfo, con una ventaja de veinticinco puntos porcentuales sobre el abanderado de Comunidad Ciudadana. Luis Arce no sólo había logrado superar ampliamente la votación que obtuvo su mandante en las elecciones anuladas de 2019, sino que había colocado a su partido en el mismo nivel de 2005, cuando inauguró su gestión de 14 años. Los propios masistas admiten en privado que nunca imaginaron una victoria tan amplia.

Alguna vez recordé la ironía con la que René Zavaleta Mercado se refería a los sueños prorroguistas de algunos dictadores militares cuando aseguraban que permanecerían en el poder diez o veinte años. El autor de La formación de la conciencia nacional decía que la eternidad en Bolivia no dura tanto tiempo. Zavaleta no vivió para opinar sobre la “eternidad” masista, pero está a la vista que la caída de Morales no fue otra cosa que la apertura de un simple cuarto intermedio en lo que ya era el mandato más largo de la historia de Bolivia.

Se dice que la victoria tiene mil padres y que la derrota es huérfana. Y es así. En los próximos días,  semanas y meses seguramente seremos testigos de una implacable caza de culpables y de un endiosamiento de los héroes del momento, pero, por eso mismo, creo que es más importante la autocrítica que la crítica. No sólo de los perdedores, que buena falta les hace, sino y sobre todo de los vencedores, debido, precisamente, a la tentación que puedan sentir de suponer que el voto popular redime al gobernante de culpas y errores.

La única estrategia electoral válida es la que da el triunfo. Las demás son perdedoras. Así como Mesa consiguió forzar la segunda vuelta y con ello la salida de Morales, Arce logró reconquistar el poder. Y lo cierto es que lo hizo con una holgura sin precedentes y en una situación política desventajosa. Cualquier análisis debe tomar como punto de partida esa realidad. El negacionismo y las teorías de la conspiración no son el mejor camino para sacar conclusiones y lecciones útiles para la convivencia democrática. 

No voy a insistir en el pecado original de la postulación de Jeanine Añez, a la que renunció tardíamente, ni en la mala gestión del proceso de transición, incluida la campaña contra la pandemia salpicada de escándalos, ni en el funesto papel de su ministro de Gobierno, factores que probablemente cohesionaron al masismo y coadyuvaron a su recuperación; tampoco voy a referirme a la falta de visión y a la ausencia de un proyecto atractivo de los opositores al retorno del MAS. 

Sera útil, sin embargo, ahondar en las causas de la recuperación del MAS tras la crisis de noviembre, resultante del empecinamiento de su líder en la reelección vitalicia, y a pesar de su  liderazgo del violento e irracional “bloqueo del oxígeno” de agosto pasado, acción que en cualquier otro país del mundo hubiese sepultado políticamente a sus promotores. Es evidente que el MAS logró instalar la esperanza en la restauración del “milagro económico”, como respuesta a la crisis agudizada por la pandemia, y alentar y capitalizar el temor al advenimiento de una ultraderecha neoliberal, fundamentalista y racista, en la que englobó a todos sus rivales.

Las primeras declaraciones del vencedor del 19 de octubre, en sentido de que no será un títere de su mandante, pero sobre todo las manifestaciones “autocríticas” de David Choquehuanca, quien ha reconocido errores y ha señalado la necesidad de enmendarlos, han abierto cierta esperanza en un cambio de talante en los nuevos gobernantes, muy necesario para restañar heridas y promover la reconciliación nacional. El 54% del resultado electoral dio un ganador, pero al mismo tiempo mostró la profunda división de la sociedad boliviana. El vencedor deberá gobernar para ambas mitades.

El voto popular, como dije, no redime. Evo Morales presidió un gobierno autoritario, corrupto y despilfarrador, violador de su propia Constitución y negador de derechos políticos y civiles básicos. Eludió todo control y fiscalización al suprimir la división de poderes. Su sucesor no puede hacer lo mismo, pero la trayectoria de su líder, a quien me cuesta verlo alejado del poder, no invita precisamente al optimismo. Lamentablemente, con el perdón de Elena Garro por robarle el título de su novela para esta columna, la gestión de 14 años de Evo Morales es un mal recuerdo del porvenir.

Página Siete – 22 de octubre de 2020

La hora de las urnas

Con su conocida ironía y convicción anarquista, Jorge Luis Borges dijo alguna vez que “la democracia es un abuso de la estadística”, la del recuento de votos después de cada ciclo de gobierno, pero no habiendo un sistema mejor ni otra manera de medir la voluntad popular, la democracia y las elecciones son hoy por hoy las mejores fórmulas para normar la convivencia y dirimir las divergencias, dicho esto con el perdón del autor de la Historia universal de la infamia.

Los bolivianos acudiremos a las urnas el 18 de octubre próximo tras un año de sobresaltos, durante el cual vivimos un intento de fraude, la fuga del hombre que quiso convertir el gobierno vitalicio en un derecho humano y el azote de una pandemia que ha obligado a la humanidad a repensar valores y paradigmas. No será pues un “recuento estadístico” cualquiera, sino un acto soberano que marcará un antes y un después en la historia contemporánea de Bolivia.

No es la primera vez que Bolivia vive momentos difíciles en la construcción de su democracia. Basta recordar la tragicomedia del 6 y 7 de octubre de 1970, cuando vimos jurar a seis presidentes militares en 24 horas, o la saga de asonadas sangrientas y elecciones anuladas o desconocidas durante el bienio siniestro de 1978/1980.

Si algo nos han enseñado las dictaduras militares a los bolivianos es a valorar la democracia, con todas sus imperfecciones, a salvaguardar las libertades civiles y políticas y a defender principios elementales como el de tolerancia y la convivencia entre diferentes. Esas convicciones, arraigadas en el sentir ciudadano a golpe de infortunios, permitieron el retorno a la democracia, en un 10 de octubre de hace 38 años, y el freno al autoritarismo populista en octubre del año pasado.

Un nuevo octubre, el de 2020, nos da la oportunidad de marcar otro hito en la senda de la consolidación democrática. Las encuestas perfilan una segunda vuelta entre la fórmula que busca el restablecimiento del modelo autoritario vigente durante 14 años y la que propone la apertura de un nuevo escenario que abra paso a la renovación política y a la instauración de una democracia moderna.

Hay muchas razones para negarle el voto al vicario del presidente huido. No voy a enumerarlas. Bastaría señalar el autoritarismo de que hizo gala el régimen durante sus 14 años de gestión, la corrupción generalizada, el dispendio que privó al país de obras e infraestructuras necesarias, que tanto extrañamos ahora, y la conducta amoral que ha caracterizado a su líder, para decirle que su partido no merece otra oportunidad. Son buenas razones para marcar el final de un ciclo y el inicio de otro, el de la consolidación democrática.

Las encuestas perfilan una segunda vuelta, pero no la garantizan. Coinciden en que un 70% del electorado prefiere la renovación, pero la dispersión de las preferencias, aunada a los eventuales votos nulos y blancos, favorece al candidato de la restauración autoritaria, quien precisa del 40% de los votos válidos y una diferencia adicional de 10 puntos porcentuales sobre el segundo para obtener el triunfo en primera vuelta.

Dicho de otro modo. Votar por las opciones que no tienen ninguna posibilidad de llegar a la segunda vuelta, como muestran las encuestas de manera coincidente, es ayudar objetivamente a la restauración del régimen autoritario, aunque sus abanderados digan que permanecen en la carrera electoral para evitarlo. El voto nulo y blanco son votos de protesta. ¿Contra quién? En realidad, contra nadie, sino a favor del primero en el escrutinio. 

La definición estará pues en manos del electorado, como ocurrió en octubre del año pasado, cuando se unificó en torno a la opción antiautoritaria. Por eso es importante acudir masivamente a las urnas y hacerlo de manera pacífica, rechazando las provocaciones y los llamados a la violencia de quienes buscan imponer sus propuestas por las buenas o las malas.

Winston Churchill, uno de los grandes estadistas europeos, dijo alguna vez que “tras un recuento electoral, sólo importa quién es el ganador; todos los demás son perdedores”. Eso lo veremos en la noche del 18 de octubre, pero si nos atenemos a las encuestas, tendremos dos ganadores, con un segundo con mayores posibilidades de ganar la gran final de noviembre. 

Parafraseando a José Martí cuando habló de la “hora de los hornos” como parteaguas de un determinando momento histórico, bien podríamos decir que Bolivia se encuentra en la “hora de la urnas”, la hora de las grandes decisiones, después del cual “no se ha de ver más que la luz”. Que así sea.

Página Siete – 8 de octubre de 2020

Alfredo Domínguez, el artista que «ya era antes de ser»

Como en la parábola del jardín de los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges,  Alfredo Domínguez se encontró un día en esa encrucijada de la vida que “abarca todas las posibilidades”, cuando el hombre tiene ante sí “diversas alternativas, opta por una y elimina las otras”, el punto de inflexión en el que el destino le obliga a elegir entre “diversos porvenires”. Fue su mentor, el anarquista Liber Forti, quien acudió en su ayuda. Y la elección no fue difícil, porque, como diría el propio Forti, el artista tupiceño “ya era antes de ser”.

Alfredo, como lo recuerdan sus amigos del pueblo, era un “chango prometedor” en oficios y menesteres diversos: dibujante, caricaturista, pintor, cantor, compositor e incluso actor, pero sobre todo destacaba como futbolista y guitarrero. Fue cuando Forti, según contó su biógrafa, Gisela Derpic Salazar, le instó a optar por el sendero del arte: Futbolistas, hay cientos; artistas, pocos, le dijo, y lo disuadió de firmar un contrato con un equipo de la primera división paceña.

Artista polifacético, Domínguez desarrolló en Bolivia y Suiza. Ganó fama no solo como guitarrista y compositor, sino también como pintor y grabador. 

En un artículo publicado por la revista Fuentes de la Biblioteca y Archivo Histórico, el músico suizo Yves Cerf describe el talento rítmico del tupiceño como una “dramaturgia sonora” y una “poesía hipnótica”, en tanto que la historiadora del arte suiza Erica Deuber Ziegler señala, en la misma publicación, que sus pinturas y grabados tienen “poesía, movimiento, armonías sutiles, como su música en la guitarra”. El semanario suizo francófono L’Hebdo se refirió a él como “genio salvaje”, deslumbrado por el “reguero cósmico” de sus aguafuertes, el “naïf boliviano”, y por sus “estrellas en relieve, síntesis modesta y convincente de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande”.

Su esposa y compañera de vida, Gladis Cortez, lo describía como un “artista plástico, concertista de guitarra, cantor y compositor”, pero él, en su humildad y modestia, se definía simplemente como un “viajador y tocador de guitarra”. El cantautor y guitarrista tupiceño Luis Rico lo recuerda como “un buen artista plástico, buen cantor, buen guitarrista y buen actor de teatro”.

Alfredo Domínguez nació el 9 de julio de 1938 en Tupiza, un “pueblito encatao”, rodeado de cerros colorados y salpicado de molles olorosos, sauces llorones y cardones gigantes; llegó al mundo  acunado por el canto de los huichicos y arrullado por las “campanitas de cualquier parte”, cuyo tañido musical marcaba el compás de los amaneceres y atardeceres de las comarcas del valle.

El mundo se ha reservao
un campito muy sagrao,
los dueños de la tierra lo han modelao,
con cerros colorados a cada costao.
Con la brisa se ha asociao, 
con su alegre sonrisa, 
el silbo del huichico ha colaborao
al llamarle Tupiza pueblito encatao.

Nacido en el seno de una familia “humilde pero digna”, hijo único de un carpintero fabricante de guitarras, don Cesáreo Domínguez, y una modesta vendedora ambulante de dulces y helados, doña Eleuteria Romero, aprendió de su tierra y de su gente. Nadie interpretó mejor la “vida, pasión y muerte” del hombre del pueblo, personificado en su obra musical y pictórica por Juan Cutipa, el hijo de la tierra, en una saga de 12 piezas y 12 óleos de hondo contenido autobiográfico. 

Según Galo Illatarco Peñarrieta, autor de una breve biografía difundida en la revista Fuentes, la prolífica obra musical, plástica y poética de Domínguez es “una narración contemporánea artísticamente elaborada sobre la realidad socio económica cultural y política de Bolivia, y sobre todo de su Tupiza natal y su propia familia de origen”. 

 Alfredo creció en la pobreza. Trabajó desde su niñez como ayudante en el taller de su padre y en el puesto de venta de su madre, pero se daba tiempo para corretear por los maizales y frutales de Palala, escalar los cerros colindantes y cazar palomas y pescar cangrejos en Chajrahuasi, la hacienda de la dinastía minera de los Aramayo. 

Su amigo y compañero de correrías Blas Sivila Sarmiento recuerda con nostalgia las competencias infantiles para trepar “como monos” un churqui centenario de la plazuela Cotagaita, ubicada en la zona norte del pueblo, junto con otros niños del barrio. “Alfredo era muy ágil y conmigo alcanzamos las ramas más altas, luego la bajada era competible, Alfredo y yo éramos los que llegábamos más rápido…”, relató en un testimonio difundido por su hijo Luis.

Asistió a la escuelita primaria 7 de Noviembre. Allí aprendió a leer y escribir, pero también sufrió la amarga experiencia de la discriminación. Abandonó sus estudios cuando cursaba el primero de secundaria en el Colegio Suipacha debido, precisamente, al maltrato y a los insultos racistas de uno de sus maestros. A pesar de ello, recordaba su vida escolar con ternura y nostalgia.

Guardapolvo polvoriento
vuelve rumbo a su chocita;
la dicha se cobija
en su cara morenita.
De pronto los pajaritos
se entretienen comentando;
de un tiempo a esta parte
Juancito está cambiando.
Las letras como estrellitas
se le van clarificando;
sus ingenuas pupilas
las va identificando.
El cerro abre sus abarcas,
lagrimeando está por dentro;
qué más puede pedir
si Juan ya sabe escribir.

Cansado de las humillaciones, según cuenta Sivila Sarmiento, un día de esos Alfredo comunicó a sus amigos su intención de abandonar los estudios. “No me gusta el estudio voy a dejar el colegio, quiero ayudar a mis papás, quiero trabajar de lo que sea”, les dijo.

Siendo aún adolescente se trasladó a la Argentina para trabajar en la zafra azucarera. “Aprendí la música desde los 12 años, en Tupiza y en la Argentina, con los trabajadores de la caña de azúcar. Cada noche nos reuníamos alrededor de un fuego para cantar y tocar. Pude aprender observando a un músico”, rememoró en una entrevista concedida al periódico La Suisse de Ginebra.

Para no contrariar a su padre, quien le había prohibido que se dedicara a la música porque temía que “se volviera un borracho”, tocaba casi clandestinamente, a ocultas de su familia, hasta que don Cesáreo, compadeciéndose de su hijo, le fabricó una guitarra. A su retorno de Argentina, se incorporó a una estudiantina local, dirigida por el músico José Ortega, y comenzó a frecuentar a los hermanos Adalberto, Iván y Godofredo Barrientos, talentosos artistas y gestores culturales tupiceños, y al grupo teatral Nuevos Horizontes, que dirigía Liber Forti y al que pertenecían los hermanos Barrientos.

“Remontándome al pasado, veo a un muchacho, casi un niño, que hace correr sus morenos deditos por las cuerdas de una guitarra, prestada por su tío, en la cual aprende sus primeros acordes. Veo que su padre quien, deseoso de que su hijo  no tenga que prestarse el instrumento para ejercitarse, le construye su primera guitarra propia que, por un favor del destino, se encuentra en mi poder, como un grato recuerdo del hermano”, evocaría Iván años después.

Barrientos recordaba a Domínguez como un “niño rebelde, sencillo, sensible y aventurero”, que un día desapareció de Tupiza para irse a la zafra, primero, y con un circo chileno después, con el que recorrió el país durante un año como ayudante, cuidador de monos e incluso payaso. Fue una época dura, como dejó constancia en la canción Éxodo.

Gentes collas de todo lugar,
van camino a un cañaveral,
la frontera cruzando están,
cada uno pensativo va.
Entre ellos Cutipa llega a aquel lugar,
pensando en lo mucho que puede ganar,
el machete entró a funcionar.

Liber Forti recordaba que se incorporó a Nuevos Horizontes como actor siendo muy joven. Le gustaban los papeles cómicos y “era uno de los encargados de dar las serenatas, con la luz de la luna”. No sólo fue un gran músico, sino “un gran ser humano”, modesto y solidario, según le dijo a Gisela Derpíc Salazar. “¡Un gran talento! ¡Puta… Qué talento! (…) ¡Mucha cosa!”.

Futbolista, basquetbolista y fisiculturista, destacó como arquero del Club Huracán de Tupiza. Un día tomó la decisión de marcharse a La Paz con la idea de jugar en el Bolívar, en el que militaban otros afamados futbolistas tupiceños, como Víctor Agustín Ugarte y Hernán Huaranca. Después de asistir a varios entrenamientos y recibir una oferta para incorporarse al equipo, se encontró en la calle con Forti: “Le dije que como Domínguez arquero habían cientos; como artista, nadie”.  Tenía 24 años.

Forti tuvo una gran influencia en Domínguez, no solo en su carrera artística, sino también en el plano ideológico. En Nuevo Horizontes abrevó las ideas libertarias del anarquismo, ideas que, sin embargo y precisamente por eso mismo, nunca se tradujeron en militancia política ni mucho menos partidaria. “Mi mejor maestro es el pueblo libre, abierto y sencillo”, decía al resumir su filosofía de vida.

Alfredo hizo sus primeras giras –por los centros mineros del sur, con Nuevos Horizontes– y fue el grupo teatral el que patrocinó su primera exposición de dibujos, pinturas y caricaturas en la plaza de Tupiza en 1959. Como dijo su esposa, Gladis Cortez, fue en esa institución, que agrupaba a actores, dramaturgos, pintores, escritores, poetas y músicos de muchas latitudes, donde Domínguez desarrolló su “verdadera formación artística”.

“Nuestro entrañable Liber Forti ha marcado la vida de nuestra generación, donde han habido grandes periodistas; alguno cantaba, pero cantaba mal; actores de teatro (…), pero no tocaban guitarra, o cantores como yo, que a pesar de ensayar la gran obra Doce hombres en pugna, apenas alcancé a hacer un buen papel en Tres Generales, de Raul Salmón, dirigido por Leo Redín”, recordó Luis Rico.

Fue también en ese momento que se cruza su camino con el de los hermanos Barrientos, “cuando la guitarra de Alfredo se encuentra con el piano, el acordeón, el botellófono, las armónicas y las voces de los hermanos Barrientos, para recorrer juntos muchas rutas sureñas en ese árido terreno de hacer arte por arte mismo, sin esperar remuneración económica”, según recordaría Iván.

Es en La Paz donde se relaciona con otra institución que marcaría su vida y su carrera artística, la galería y peña folklórica Naira, fundada por Pepe Ballón. Para entonces ya había abandonado la idea de dedicarse al fútbol y sus paisanos tupiceños residentes en la sede de Gobierno le habían regalado una guitarra del famoso fabricante Rivas. En Naira conoció al charanguista Ernesto Cavour, al antropólogo y quenista suizo Gilbert Favre, más conocido como “Gringo bandolero”, y a su compañera, la por entonces no muy famosa cantautora chilena Violeta Parra.

Naira era el centro cultural más importante de La Paz, punto de encuentro de la intelectualidad de la época. Allí conoció al poeta Oscar Rivera Rodas, cuya obra admiraba, y trabajó en diversos proyectos con su amigo de infancia, el escritor tupiceño Gastón Suárez, quien escribió la letra de uno de sus grandes éxitos musicales: Rosendo Villegas Velarde.

Alfredo tenía para entonces medio centenar de composiciones instrumentales y letras de canciones, pero las interpretaba a regañadientes porque no le gustaba el timbre de si voz. Fue Violeta Parra la que lo animó a cantar sus composiciones, a seguir su ejemplo,  pues ella misma no tenía una voz excepcional. “Cuando quieras decir algo, dilo, aunque no tengas buena voz”, le dijo.

Su experiencia como intérprete se reducía a unas pocas actuaciones en las radios Méndez y El Cóndor, muy populares en su época, aunque había obtenido ya un par de premios en sendos concursos folklóricos de Argentina. Actuaba gratis y se ganaba la vida como dibujante de geología en el Servicio Geológico de Bolivia (Geobol)  y como caricaturista de El Diario.

En Naira nació la cantata Juan Cutipa (1968). El músico suizo Yves Cerf elogió la obra por su “gran fuerza dramática y teatral” y sus “paisajes sonoros, ritmos y melodías tejidas” para contar la Vida, Pasión y Muerte de Juan Cutipa, el campesino, el pastor, el soldado, el zafrero, el indígena, el minero de su tierra, que no es otro que el propio Domínguez. 

Muchos han querido encasillar a Domínguez en la canción protesta, muy de moda en las décadas de los 60 y 70, en coincidencia con la radicalización de los movimientos de izquierda, pero, como él mismo decía, nunca pretendió hacer canción política, sino mostrar los problemas de la gente, como lo hizo con Juan Cutipa.

Otros creyeron ver en esta misma cantata la vida, pasión y muerte de Jesucristo, a partir de algunos de los doce temas (Villancico, Navidad Rural, Procesión, etcétera), como resultado de una supuesta influencia de la Teología de la Liberación, también muy vigente en la época, pero él negaba cualquiera filiación que sea la simple preocupación por la pobreza, la injusticia y la discriminación social que veía en su entorno. “Estas son cosas que hemos vivido en el pueblo y en el campo; lo que hago es reproducir esas vivencias”, me dijo en una ocasión, al resumir el sentido de su música y sus canciones.

Vivencias como las que relata en La leñera: India bronceada por las tormentas,/ muy lastimada por el dolor./ fiel compañera de las quebradas,/ hija del cerro, india mancay./ Y por delante van los burritos,/ tristes, callados, van y van./ De rato en rato se escucha el arre/ de la leñera que va detrás./ A las montañas, cumbres, sendero,/ silo su abarca saben pisar./ Es azotada por la pobreza/ con su destino de arrear y arrear.

En Navidad Rural, Alfredo canta: Ya llegó la Noche Buena/ cielo y campo se alegró/ por el niño de una india que María se llamó./ Con olor a tierra pura/ cuentan que encontrábase/ saboreando su acullico/ el indio tata José./ Noche Buena, Noche Buena,/ noche de verdad,/ ha llegado un Mesías a la chocita rural.

Años después, el nicaragüense Carlos Mejía Godoy compuso algo parecido (El Cristo de Palacagüina), él sí influenciado por la revolución sandinista y la Teología de la Liberación: Cristo ya nació en Palacagüina/ De Chepe Pavón y una tal María/ Ella va a planchar muy humildemente/ La ropa que goza la mujer hermosa del terrateniente (…)/ María sueña que el hijo/ igual que el tata sea carpintero/ pero el chavalito piensa:/ Mañana quiero ser guerrillero.

También en Naira nació el llamado “neofolklore”, una suerte de estilización de los ritmos nativos, gracias a la conjunción de tres talentos: Domínguez, Cavour y Favre. En los acordes conjuntos, como diría Manuel Monroy Chazarreta (El Papirri), el charango de quirquincho de Cavour y la guitarra criolla de Domínguez “hacen el amor con toda sinceridad” y dan cobijo a la quena de Favre. Para El Papirri, Domínguez y Cavour son los Lennon y McCartney de Bolivia.

Fue entonces que el delegado de la Fundación Simón I. Patiño en Bolivia, el suizo Rémy Montavon, los “descubrió” en Naira y les consiguió una invitación para visitar Ginebra, en septiembre de 1969, junto con Julio Godoy, Edgar Joffré, quienes formaban parte del cuarteto Los Jairas, con Cavour y Favre. Era la época en que América Latina estaba de moda en Europa, no solamente por la música, sino por la literatura gracias al boom de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y otros autores.

La gira, según Montavon, fue “un descubrimiento por partida doble: Los Jairas y el Trío Domínguez-Cavour-Favre descubrieron Europa y el público europeo descubrió una faceta de la cultura boliviana”.  Domínguez echó raíz en Ginebra, donde hizo una exitosa carrera, no solo como guitarrista, sino también como grabador. Incorporado al Centro de Grabado Contemporáneo de Ginebra, expuso con Picaso, Chagal, Dalí, Leonor Fini, Clavé y otros en los centros culturales más famosos, como la galería de la Catedral, en Fribourg, y la Numen Inter-Arts, en Lyon.

“Su gusto por el grabado no es casual. Sus relieves llevan el testimonio de un país, de una poesía bruta, cotidiana, y que otorga una dimensión excepcional al agua, al cielo, a la lluvia, a la tierra, a los muros, a las vestimentas, a los ritos”, comentó La Gaceta de Lausana.

Domínguez murió a los 42 años de edad mientras jugaba un partido de fútbol en la sala de deportes de Sous-Moulin, en el barrio de Thônex, Ginebra, el 28 de enero de 1980, a consecuencia del mal de Chagas, una enfermedad típica de la pobreza. El funeral se realizó en la iglesia de San José de Eaux-Vives. Favre improvisó una canción con su quena para despedir al amigo. Erica Deuber Ziegler cuenta que cuando el cortejo abandonaba la iglesia, una pluma, seguramente de una paloma, descendió suavemente sobre el barniz fresco del ataúd. Poco tiempo después, los restos del artista fueron trasladados a Tupiza, donde reposan en la actualidad.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 27 de septiembre de 2020