Jorge Timossi estaba en una cafetería de Argel cuando cayó en sus manos una tira cómica de Quino. Encontró un inconfundible aire familiar en uno de los personajes. Levantó la vista, vio su imagen reflejada en el espejo ubicado detrás de la barra, la contrastó con el dibujo y no le cupo ninguna duda. Volvió a su oficina y le envió un telegrama al creador de Mafalda, su amigo de infancia: “Confiesa, hijo de puta”. Semanas después, recibió por correo un póster con el retrato de un Felipito desconcertado: “¿Qué culpa tengo de parecerme a mí mismo?”.
Efectivamente, cuando vio por primera vez el cómic, a mediados de la década de los 60, el entonces joven corresponsal de la agencia cubana de noticias Prensa Latina se reconoció de inmediato en el amigo íntimo de Mafalda, un niño de cara alargada y boca prominente, pelos duros y rubios que se prolongaban en punta sobre la frente a manera de visera, y dos dientes frontales de conejo. Era su vivo retrato.
“Quino se inspiró en mi imagen desde el punto de vista físico, pero en realidad se retrató a sí mismo en el personaje, como un niño tímido, soñador, generoso y más bueno que el pan, como era él mismo en su niñez, en su juventud e incluso en su vida adulta”, me diría años después al contarme la anécdota en Ciudad de México.
Pero el problema no era que Felipe se pareciera físicamente a él, algo que no lo podía negar ni siquiera de viejo, sino que, al final, terminó asumiendo la personalidad de su caricatura: tímido, fantasioso, enamoradizo y un tanto despistado, como el original. “Felipito, Quino y yo somos trillizos”, solía decir, muerto de la risa, durante las tertulias del Club de Corresponsales Extranjeros en México y el bar del Hotel Habana Libre.
Timossi no inspiró ninguno de los diálogos del personaje infantil en la tira cómica, como él mismo reconocía, pero podía suscribir cualquiera de sus frases célebres: “Siempre hay un sarcástico materialista dispuesto a estropearnos la fantasía” o “¡Algún día se dará más importancia a la cultura que al dinero!”. Lector apasionado del Llanero Solitario y ajedrecista precoz, como Felipe, el periodista y el caricaturista compartieron desde niños gustos y aficiones.
Periodista, ensayista, poeta y cuentista, la prensa lo recordó a su muerte, en mayo de 2011, no como el cronista y narrador que fue, autor de varios libros, sino como “el niño que inspiró a Quino”, tal vez porque el propio Timossi alentó el mito al asumirse ante sus compañeros y colegas como Felipillo.
Sus amigos le sugerían entre broma y broma que le cobrara a Quino derechos de autor por el uso de su imagen, pero él solía decir que le bastaba con haber sido “inmortalizado” por el creador de Mafalda, así sea con un nombre que no era el suyo.
Jorge Francisco Timossi Corbado (1936/2011) y Joaquín Salvador Lavado Tejón (1932/2020), conocido simplemente como Quino, eran casi de la misma edad. Se conocieron de niños como vecinos del mismo edificio, cuando la familia Timossi se mudó de Palermo al centro de Buenos Aires. Él tenía siete años, la edad de Felipe, y Quino once.
Desde entonces llevaron vidas paralelas. Caminaron juntos un largo trecho de la juventud, con los mismos amigos, un grupo de jóvenes intelectuales que hacían sus primeras armas en el periodismo y las letras, como el poeta Francisco (Paco) Urondo, el periodista Rodolfo Walsh, la actriz Zulema Katz, la escritora Susana (Pirí) Lugones, la poeta Clara Fernández Moreno y el escritor y humorista Miguel Brascó, entre otros, con quienes compartían ideales e ilusiones.
“Quino era un tipo muy tímido, igual que yo. Un mendocino muy flaco y de espejuelos redonditos. En las reuniones casi no hablaba. Sólo abría la boca una vez cada media hora pero para hacer un chiste desopilante… Lo que no llegábamos a darnos cuenta era que, además de hacer esos chistes, Quino también nos observaba”, recordaría años después en una entrevista con Página 12 al evocar las reuniones del grupo de casa de Pirí Lugones.
Decía que Quino lo miró de frente y de perfil, por afuera y por adentro, y que creó a Felipe de un solo trazo, pero que en realidad puso en su creación más de sí mismo que del propio modelo, puesto que lo hizo soñador, tierno, generoso, retraído y observador.
“Efectivamente, (yo tenía) el pelo, los dientes, la delgadez, pero también algunas cosas psicológicas… Evidentemente yo era muy tímido, como Felipe. Me enamoraba de todas las mujeres habidas y por haber, me gustaba jugar a los cowboys… Alguna vez dijo que me veía muy, muy flaco, muy pálido, todo vestido de negro y con una flor roja en la mano”, declaró a Página 12.
En todo caso, según Timossi, todos los personajes de la tira nacieron de las observaciones del dibujante. “Todos tenían algo de todos y cada uno de los pibes del barrio”, recordó en una ocasión. Todos, excepto Felipe y Mafalda, inspirada esta en Periquita, la niña revolucionaria creada en 1933 por Ernie Bushmiller con el nombre de Nancy, “idénticas física e intelectualmente”.
Pero él y sus amigos recién se enteraron de que eran observados y tomados como “objeto de estudio” por el humorista cuando apareció la tira, publicada por primera vez el 29 de septiembre de 1964 en la semanario Primera Plana. Timossi lo describía como un “observador compulsivo”, un hombre de gran sensibilidad, que sabía captar las contradicciones de los adultos en la sociedad de su época y que buscaba inspiración en los discursos de los políticos y en las penurias de sus “víctimas”, los ciudadanos de a pie.
Quino, según su amigo de infancia, quiso reflejar en su historieta y en sus personajes, sobre todo en Mafalda , la irreverente, y Felipe, el soñador, sus propias preocupaciones y las preocupaciones de una juventud inconformista y rebelde sobre la democracia, la guerra y la paz, el hambre y la justicia, y en temas que entonces no estaban tan de moda, como la ecología y el feminismo.
Probablemente, también estaba influido por las ideas izquierdistas de Rodolfo Walsh y Paco Urondo, militantes de la guerrilla, secuestrados y asesinados por la dictadura militar a mediados de los 70. De hecho, él mismo debió buscar refugio en Italia para eludir la represión.
Eran tiempos de convulsión política por la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y políticos de las minorías, los vientos de democratización en la Europa del Este, la emergencia de los países del Tercer Mundo, ahogados en la pobreza, y el surgimiento de los movimientos contraculturales beatnik y hippie y de la guerrilla castrista en América Latina.
Como dijo el humorista alguna vez, Mafalda era “la niña que intenta resolver el dilema de quiénes son los buenos y quiénes los malos en este mundo”, aunque al final de su vida lamentaría que el mundo estuviera dominado por los malos y que no quedara “ningún Felipe”, sino “hijos de puta, como Susanita”, la personificación del egoísmo, la discriminación y el racismo, la “niña bien” de la pandilla que le decía a Felipito: “¿No entendés que son pobres porque quieren?”.
Fue Rodolfo Walsh quien lo puso en contacto con el periodista argentino Jorge Ricardo Masetti, quien organizaba la agencia Prensa Latina por encargo del Che Guevara. De esa manera llegó a La Habana a fines de 1959. Con el idealismo propio de Felipito, obtuvo la nacionalidad cubana y se enroló de por vida en la revolución como un convencido fidelista.
No era periodista. Era técnico químico de profesión, oficio que, sin embargo, abandonó pronto, atraído por las letras. Como Felipito, que quería ser ingeniero, se sentía mejor construyendo mundos de fantasía. Corresponsal trotamundos, cubrió la invasión estadounidense a la República Dominicana de 1965, la caída de Salvador Allende en Chile, la revolución iraní, el ascenso de Muamar Gadafi al poder en Libia y muchos de los conflictos de la segunda mitad del siglo pasado en América Latina y África.
“Sobreviviente de las historias periodísticas de este contienen”, como solía definirse, tuvo que “superar la timidez con audacia” para enfrentar las situaciones de peligro que le tocó vivir a lo largo de su carrera, como lo haría Felipe en su mundo de fantasía cuando imaginaba encarnar al Llanero Solitario.
Un día se cansó del trabajo gris que realizaba en un laboratorio de Buenos Aires y se lanzó a la “conquista” de América Latina con poco dinero y una mochila al hombro. Corría 1959. Empezó por Bolivia. Estrenándose como escribidor, dejó constancia de su asombro al descubrir “la hondonada montañosa, bajo un cielo que se adivinaba sin nubes y un frío seco que cortaba la respiración y estimulaba la sensación de estar colaborando en la creación de este pasmoso valle” (“En plena puna”).
Volvió 26 años después, en plena crisis del gobierno del Hernán Siles Zuazo, para dar cuenta de las protestas obreras. “La Paz se estremecía por los cartuchos de dinamita que los mineros lanzaban al aire con una destreza de muerte, con una salvaje precisión”, escribió en La mita.
Contaba que, tras recorrer el Lago Titicaca y la frontera boliviano-peruana, se quedó sin dinero para seguir viaje a Brasil. Acudió al cónsul brasileño en La Paz, el poeta Thiago de Melo, quien le proporcionó los fondos necesarios para trasladarse a Sao Paulo, donde tomó contacto con la oficina de Prensa Latina. Viajó en tren. “Fue el viaje más increíble y bello de mi vida”, recordaría años después.
Recaló en La Habana a fines de 1959 para incorporarse a Prensa Latina, recién creada por Jorge Ricardo Masetti –muerto años después cuando organizaba una guerrilla en el norte argentino–, junto con otros jóvenes periodistas por entonces desconocidos, como Gabriel García Márquez, Rogelio García Lupo y el propio Walsh.
Amigo personal de Salvador Allende, cubrió para la agencia cubana los tres años del gobierno socialista y el sangriento golpe militar de Augusto Pinochet. En vísperas de la asonada, lo visitó en la residencia presidencial y jugó con él una partida de ajedrez. Cuenta que al acomodar las piezas, Allende le dijo: “La cosa está muy fea. Tomaré una determinación en un par de días. Ya ve: hice buenos enroques y alguna variante. Pero se me están acabando los peones”. Tres días después se suicidó en pleno bombardeo a La Moneda. Le hizo la última entrevista, vía telefónica, el mismo 11 de septiembre, cuando estaba rodeado en el palacio.
Recopiló sus crónicas en sendos libros, De buena fuente (1988) y Crónicas casi reales (1995), editados en La Habana, Caracas y Buenos Aires, y en un libro testimonial, Grandes Alamedas, el combate del presidente Allende (1974). También publicó poesía: Poemas de un corresponsal (1981), Palmeras (1982), Las cosas como son (1991); los libros de cuentos Los consejos del abuelo conejo (1997) y Juego de Apariencias (1998), la novela Un perfume para Lam (1988) y los ensayos El desafío cubano (1968), Irán no alineado (1978) y Palabras sin fronteras: Literatura y periodismo en América Latina (2001).
Una de sus últimas obras fue el libro Cuentecillos y otras alteraciones (1995), ilustrado por Quino y publicado en España, Cuba, Brasil, México, Italia y Canadá, en el que alterna relatos breves con caricaturas alusivas de Felipito.
Durante la presentación del libro en Madrid, en marzo de 1997, Quino admitió que tomó como modelo a Timossi, “un tipo flaco, con unos graciosos dientecillos de conejo”, adicto al Llanero Solitario, al ajedrez y a la música de los Beatles, pero que puso mucho de sí mismo en el personaje. “Metí mucho de mí en el carácter de Felipe, sobre todo mi pereza y mi indecisión”.
Posteriormente publicó Los cuentos de Barbarroja (1999), cuyo protagonista es el siniestro Manuel Piñeiro Losada, conocido como Comandante Barbarroja, el hombre que tuvo en sus manos los servicios de inteligencia cubanos y manejó las guerrillas latinoamericanas durante varios años como jefe del Departamento de América del Partido Comunista Cubano (PCC).
Cuando dejó Prensa Latina, se desempeñó como vicepresidente del Instituto Cubano del Libro y director de la Agencia Literaria de Derechos de Autor de Cuba. Recibió todas las distinciones del mundo socialista de la época, como el Premio Internacional de la Organización Internacional de Periodistas (OIP), el Premio Nacional de Periodismo José Martí de Cuba por su obra de vida y la Orden Félix Varela, una de las condecoraciones más importantes que otorga el gobierno cubano.
Murió de un infarto el 9 de mayo de 2011, a sus 75 años, casi medio siglo después del nacimiento del singular “muñequito dientón”, cuya figura apareció por primera vez en la prensa argentina el 19 de enero de 1965. Tenía fama de hombre duro, hosco y ríspido entre sus colegas cubanos, pero entre sus amigos latinoamericanos era el Felipito de las caricaturas, “bueno como el pan”.
Como le advirtiera Masetti a su llegada a La Habana en 1959, que en Cuba había que ser “más revolucionario que periodista”, Timossi fue ante todo un militante, hombre del aparato, muy cercano al poder. Incondicional de Fidel Castro, se declaraba “fidelista”, en primer término, y “soldado de la revolución”.
Dibujo de Marcos Loayza
Página Siete – 8 de noviembre de 2020