Como en la parábola del jardín de los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges, Alfredo Domínguez se encontró un día en esa encrucijada de la vida que “abarca todas las posibilidades”, cuando el hombre tiene ante sí “diversas alternativas, opta por una y elimina las otras”, el punto de inflexión en el que el destino le obliga a elegir entre “diversos porvenires”. Fue su mentor, el anarquista Liber Forti, quien acudió en su ayuda. Y la elección no fue difícil, porque, como diría el propio Forti, el artista tupiceño “ya era antes de ser”.
Alfredo, como lo recuerdan sus amigos del pueblo, era un “chango prometedor” en oficios y menesteres diversos: dibujante, caricaturista, pintor, cantor, compositor e incluso actor, pero sobre todo destacaba como futbolista y guitarrero. Fue cuando Forti, según contó su biógrafa, Gisela Derpic Salazar, le instó a optar por el sendero del arte: Futbolistas, hay cientos; artistas, pocos, le dijo, y lo disuadió de firmar un contrato con un equipo de la primera división paceña.
Artista polifacético, Domínguez desarrolló en Bolivia y Suiza. Ganó fama no solo como guitarrista y compositor, sino también como pintor y grabador.
En un artículo publicado por la revista Fuentes de la Biblioteca y Archivo Histórico, el músico suizo Yves Cerf describe el talento rítmico del tupiceño como una “dramaturgia sonora” y una “poesía hipnótica”, en tanto que la historiadora del arte suiza Erica Deuber Ziegler señala, en la misma publicación, que sus pinturas y grabados tienen “poesía, movimiento, armonías sutiles, como su música en la guitarra”. El semanario suizo francófono L’Hebdo se refirió a él como “genio salvaje”, deslumbrado por el “reguero cósmico” de sus aguafuertes, el “naïf boliviano”, y por sus “estrellas en relieve, síntesis modesta y convincente de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande”.
Su esposa y compañera de vida, Gladis Cortez, lo describía como un “artista plástico, concertista de guitarra, cantor y compositor”, pero él, en su humildad y modestia, se definía simplemente como un “viajador y tocador de guitarra”. El cantautor y guitarrista tupiceño Luis Rico lo recuerda como “un buen artista plástico, buen cantor, buen guitarrista y buen actor de teatro”.
Alfredo Domínguez nació el 9 de julio de 1938 en Tupiza, un “pueblito encatao”, rodeado de cerros colorados y salpicado de molles olorosos, sauces llorones y cardones gigantes; llegó al mundo acunado por el canto de los huichicos y arrullado por las “campanitas de cualquier parte”, cuyo tañido musical marcaba el compás de los amaneceres y atardeceres de las comarcas del valle.
El mundo se ha
reservao
un campito muy sagrao,
los dueños de la tierra lo han modelao,
con cerros colorados a cada costao.
Con la brisa se ha asociao,
con su alegre sonrisa,
el silbo del huichico ha colaborao
al llamarle Tupiza pueblito encatao.
Nacido en el seno de una familia “humilde pero digna”, hijo único de un carpintero fabricante de guitarras, don Cesáreo Domínguez, y una modesta vendedora ambulante de dulces y helados, doña Eleuteria Romero, aprendió de su tierra y de su gente. Nadie interpretó mejor la “vida, pasión y muerte” del hombre del pueblo, personificado en su obra musical y pictórica por Juan Cutipa, el hijo de la tierra, en una saga de 12 piezas y 12 óleos de hondo contenido autobiográfico.
Según Galo Illatarco Peñarrieta, autor de una breve biografía difundida en la revista Fuentes, la prolífica obra musical, plástica y poética de Domínguez es “una narración contemporánea artísticamente elaborada sobre la realidad socio económica cultural y política de Bolivia, y sobre todo de su Tupiza natal y su propia familia de origen”.
Alfredo creció en la pobreza. Trabajó desde su niñez como ayudante en el taller de su padre y en el puesto de venta de su madre, pero se daba tiempo para corretear por los maizales y frutales de Palala, escalar los cerros colindantes y cazar palomas y pescar cangrejos en Chajrahuasi, la hacienda de la dinastía minera de los Aramayo.
Su amigo y compañero de correrías Blas Sivila Sarmiento recuerda con nostalgia las competencias infantiles para trepar “como monos” un churqui centenario de la plazuela Cotagaita, ubicada en la zona norte del pueblo, junto con otros niños del barrio. “Alfredo era muy ágil y conmigo alcanzamos las ramas más altas, luego la bajada era competible, Alfredo y yo éramos los que llegábamos más rápido…”, relató en un testimonio difundido por su hijo Luis.
Asistió a la escuelita primaria 7 de Noviembre. Allí aprendió a leer y escribir, pero también sufrió la amarga experiencia de la discriminación. Abandonó sus estudios cuando cursaba el primero de secundaria en el Colegio Suipacha debido, precisamente, al maltrato y a los insultos racistas de uno de sus maestros. A pesar de ello, recordaba su vida escolar con ternura y nostalgia.
Guardapolvo
polvoriento
vuelve rumbo a su chocita;
la dicha se cobija
en su cara morenita.
De pronto los pajaritos
se entretienen comentando;
de un tiempo a esta parte
Juancito está cambiando.
Las letras como estrellitas
se le van clarificando;
sus ingenuas pupilas
las va identificando.
El cerro abre sus abarcas,
lagrimeando está por dentro;
qué más puede pedir
si Juan ya sabe escribir.
Cansado de las humillaciones, según cuenta Sivila Sarmiento, un día de esos Alfredo comunicó a sus amigos su intención de abandonar los estudios. “No me gusta el estudio voy a dejar el colegio, quiero ayudar a mis papás, quiero trabajar de lo que sea”, les dijo.
Siendo aún adolescente se trasladó a la Argentina para trabajar en la zafra azucarera. “Aprendí la música desde los 12 años, en Tupiza y en la Argentina, con los trabajadores de la caña de azúcar. Cada noche nos reuníamos alrededor de un fuego para cantar y tocar. Pude aprender observando a un músico”, rememoró en una entrevista concedida al periódico La Suisse de Ginebra.
Para no contrariar a su padre, quien le había prohibido que se dedicara a la música porque temía que “se volviera un borracho”, tocaba casi clandestinamente, a ocultas de su familia, hasta que don Cesáreo, compadeciéndose de su hijo, le fabricó una guitarra. A su retorno de Argentina, se incorporó a una estudiantina local, dirigida por el músico José Ortega, y comenzó a frecuentar a los hermanos Adalberto, Iván y Godofredo Barrientos, talentosos artistas y gestores culturales tupiceños, y al grupo teatral Nuevos Horizontes, que dirigía Liber Forti y al que pertenecían los hermanos Barrientos.
“Remontándome al pasado, veo a un muchacho, casi un niño, que hace correr sus morenos deditos por las cuerdas de una guitarra, prestada por su tío, en la cual aprende sus primeros acordes. Veo que su padre quien, deseoso de que su hijo no tenga que prestarse el instrumento para ejercitarse, le construye su primera guitarra propia que, por un favor del destino, se encuentra en mi poder, como un grato recuerdo del hermano”, evocaría Iván años después.
Barrientos recordaba a Domínguez como un “niño rebelde, sencillo, sensible y aventurero”, que un día desapareció de Tupiza para irse a la zafra, primero, y con un circo chileno después, con el que recorrió el país durante un año como ayudante, cuidador de monos e incluso payaso. Fue una época dura, como dejó constancia en la canción Éxodo.
Gentes collas de todo
lugar,
van camino a un cañaveral,
la frontera cruzando están,
cada uno pensativo va.
Entre ellos Cutipa llega a aquel lugar,
pensando en lo mucho que puede ganar,
el machete entró a funcionar.
Liber Forti recordaba que se incorporó a Nuevos Horizontes como actor siendo muy joven. Le gustaban los papeles cómicos y “era uno de los encargados de dar las serenatas, con la luz de la luna”. No sólo fue un gran músico, sino “un gran ser humano”, modesto y solidario, según le dijo a Gisela Derpíc Salazar. “¡Un gran talento! ¡Puta… Qué talento! (…) ¡Mucha cosa!”.
Futbolista, basquetbolista y fisiculturista, destacó como arquero del Club Huracán de Tupiza. Un día tomó la decisión de marcharse a La Paz con la idea de jugar en el Bolívar, en el que militaban otros afamados futbolistas tupiceños, como Víctor Agustín Ugarte y Hernán Huaranca. Después de asistir a varios entrenamientos y recibir una oferta para incorporarse al equipo, se encontró en la calle con Forti: “Le dije que como Domínguez arquero habían cientos; como artista, nadie”. Tenía 24 años.
Forti tuvo una gran influencia en Domínguez, no solo en su carrera artística, sino también en el plano ideológico. En Nuevo Horizontes abrevó las ideas libertarias del anarquismo, ideas que, sin embargo y precisamente por eso mismo, nunca se tradujeron en militancia política ni mucho menos partidaria. “Mi mejor maestro es el pueblo libre, abierto y sencillo”, decía al resumir su filosofía de vida.
Alfredo hizo sus primeras giras –por los centros mineros del sur, con Nuevos Horizontes– y fue el grupo teatral el que patrocinó su primera exposición de dibujos, pinturas y caricaturas en la plaza de Tupiza en 1959. Como dijo su esposa, Gladis Cortez, fue en esa institución, que agrupaba a actores, dramaturgos, pintores, escritores, poetas y músicos de muchas latitudes, donde Domínguez desarrolló su “verdadera formación artística”.
“Nuestro entrañable Liber Forti ha marcado la vida de nuestra generación, donde han habido grandes periodistas; alguno cantaba, pero cantaba mal; actores de teatro (…), pero no tocaban guitarra, o cantores como yo, que a pesar de ensayar la gran obra Doce hombres en pugna, apenas alcancé a hacer un buen papel en Tres Generales, de Raul Salmón, dirigido por Leo Redín”, recordó Luis Rico.
Fue también en ese momento que se cruza su camino con el de los hermanos Barrientos, “cuando la guitarra de Alfredo se encuentra con el piano, el acordeón, el botellófono, las armónicas y las voces de los hermanos Barrientos, para recorrer juntos muchas rutas sureñas en ese árido terreno de hacer arte por arte mismo, sin esperar remuneración económica”, según recordaría Iván.
Es en La Paz donde se relaciona con otra institución que marcaría su vida y su carrera artística, la galería y peña folklórica Naira, fundada por Pepe Ballón. Para entonces ya había abandonado la idea de dedicarse al fútbol y sus paisanos tupiceños residentes en la sede de Gobierno le habían regalado una guitarra del famoso fabricante Rivas. En Naira conoció al charanguista Ernesto Cavour, al antropólogo y quenista suizo Gilbert Favre, más conocido como “Gringo bandolero”, y a su compañera, la por entonces no muy famosa cantautora chilena Violeta Parra.
Naira era el centro cultural más importante de La Paz, punto de encuentro de la intelectualidad de la época. Allí conoció al poeta Oscar Rivera Rodas, cuya obra admiraba, y trabajó en diversos proyectos con su amigo de infancia, el escritor tupiceño Gastón Suárez, quien escribió la letra de uno de sus grandes éxitos musicales: Rosendo Villegas Velarde.
Alfredo tenía para entonces medio centenar de composiciones instrumentales y letras de canciones, pero las interpretaba a regañadientes porque no le gustaba el timbre de si voz. Fue Violeta Parra la que lo animó a cantar sus composiciones, a seguir su ejemplo, pues ella misma no tenía una voz excepcional. “Cuando quieras decir algo, dilo, aunque no tengas buena voz”, le dijo.
Su experiencia como intérprete se reducía a unas pocas actuaciones en las radios Méndez y El Cóndor, muy populares en su época, aunque había obtenido ya un par de premios en sendos concursos folklóricos de Argentina. Actuaba gratis y se ganaba la vida como dibujante de geología en el Servicio Geológico de Bolivia (Geobol) y como caricaturista de El Diario.
En Naira nació la cantata Juan Cutipa (1968). El músico suizo Yves Cerf elogió la obra por su “gran fuerza dramática y teatral” y sus “paisajes sonoros, ritmos y melodías tejidas” para contar la Vida, Pasión y Muerte de Juan Cutipa, el campesino, el pastor, el soldado, el zafrero, el indígena, el minero de su tierra, que no es otro que el propio Domínguez.
Muchos han querido encasillar a Domínguez en la canción protesta, muy de moda en las décadas de los 60 y 70, en coincidencia con la radicalización de los movimientos de izquierda, pero, como él mismo decía, nunca pretendió hacer canción política, sino mostrar los problemas de la gente, como lo hizo con Juan Cutipa.
Otros creyeron ver en esta misma cantata la vida, pasión y muerte de Jesucristo, a partir de algunos de los doce temas (Villancico, Navidad Rural, Procesión, etcétera), como resultado de una supuesta influencia de la Teología de la Liberación, también muy vigente en la época, pero él negaba cualquiera filiación que sea la simple preocupación por la pobreza, la injusticia y la discriminación social que veía en su entorno. “Estas son cosas que hemos vivido en el pueblo y en el campo; lo que hago es reproducir esas vivencias”, me dijo en una ocasión, al resumir el sentido de su música y sus canciones.
Vivencias como las que relata en La leñera: India bronceada por las tormentas,/ muy lastimada por el dolor./ fiel compañera de las quebradas,/ hija del cerro, india mancay./ Y por delante van los burritos,/ tristes, callados, van y van./ De rato en rato se escucha el arre/ de la leñera que va detrás./ A las montañas, cumbres, sendero,/ silo su abarca saben pisar./ Es azotada por la pobreza/ con su destino de arrear y arrear.
En Navidad Rural, Alfredo canta: Ya llegó la Noche Buena/ cielo y campo se alegró/ por el niño de una india que María se llamó./ Con olor a tierra pura/ cuentan que encontrábase/ saboreando su acullico/ el indio tata José./ Noche Buena, Noche Buena,/ noche de verdad,/ ha llegado un Mesías a la chocita rural.
Años después, el nicaragüense Carlos Mejía Godoy compuso algo parecido (El Cristo de Palacagüina), él sí influenciado por la revolución sandinista y la Teología de la Liberación: Cristo ya nació en Palacagüina/ De Chepe Pavón y una tal María/ Ella va a planchar muy humildemente/ La ropa que goza la mujer hermosa del terrateniente (…)/ María sueña que el hijo/ igual que el tata sea carpintero/ pero el chavalito piensa:/ Mañana quiero ser guerrillero.
También en Naira nació el llamado “neofolklore”, una suerte de estilización de los ritmos nativos, gracias a la conjunción de tres talentos: Domínguez, Cavour y Favre. En los acordes conjuntos, como diría Manuel Monroy Chazarreta (El Papirri), el charango de quirquincho de Cavour y la guitarra criolla de Domínguez “hacen el amor con toda sinceridad” y dan cobijo a la quena de Favre. Para El Papirri, Domínguez y Cavour son los Lennon y McCartney de Bolivia.
Fue entonces que el delegado de la Fundación Simón I. Patiño en Bolivia, el suizo Rémy Montavon, los “descubrió” en Naira y les consiguió una invitación para visitar Ginebra, en septiembre de 1969, junto con Julio Godoy, Edgar Joffré, quienes formaban parte del cuarteto Los Jairas, con Cavour y Favre. Era la época en que América Latina estaba de moda en Europa, no solamente por la música, sino por la literatura gracias al boom de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y otros autores.
La gira, según Montavon, fue “un descubrimiento por partida doble: Los Jairas y el Trío Domínguez-Cavour-Favre descubrieron Europa y el público europeo descubrió una faceta de la cultura boliviana”. Domínguez echó raíz en Ginebra, donde hizo una exitosa carrera, no solo como guitarrista, sino también como grabador. Incorporado al Centro de Grabado Contemporáneo de Ginebra, expuso con Picaso, Chagal, Dalí, Leonor Fini, Clavé y otros en los centros culturales más famosos, como la galería de la Catedral, en Fribourg, y la Numen Inter-Arts, en Lyon.
“Su gusto por el grabado no es casual. Sus relieves llevan el testimonio de un país, de una poesía bruta, cotidiana, y que otorga una dimensión excepcional al agua, al cielo, a la lluvia, a la tierra, a los muros, a las vestimentas, a los ritos”, comentó La Gaceta de Lausana.
Domínguez murió a los 42 años de edad mientras jugaba un partido de fútbol en la sala de deportes de Sous-Moulin, en el barrio de Thônex, Ginebra, el 28 de enero de 1980, a consecuencia del mal de Chagas, una enfermedad típica de la pobreza. El funeral se realizó en la iglesia de San José de Eaux-Vives. Favre improvisó una canción con su quena para despedir al amigo. Erica Deuber Ziegler cuenta que cuando el cortejo abandonaba la iglesia, una pluma, seguramente de una paloma, descendió suavemente sobre el barniz fresco del ataúd. Poco tiempo después, los restos del artista fueron trasladados a Tupiza, donde reposan en la actualidad.
Dibujo de Marcos Loayza
Página Siete – 27 de septiembre de 2020