Moira Bailey J.
Siempre he tenido la costumbre de palpar los libros antes de empezar a leerlos, ver qué parte de mi dedo ocupa el lomo de uno de ellos para imaginar cuánto tiempo me tomará cruzarlo; después, calculo con gran precisión cuál es la mitad, las cuartas partes, a veces llego hasta las octavas. Si se trata de un libro voluminoso, repito el ritual a lo largo de la lectura, aunque sé que el ejercicio no aporta realmente nada, salvo cumplir con una arraigada y espontanea costumbre que no tengo razones para romper.
Tomo Figuraciones en las manos por primera vez, es un ejemplar agradable en todo el sentido, el papel de la cubierta es opaco y terso, con un par de dibujos de Luis Zilvetti que parecerían irse difuminando aún más mientras los miro. Se trata de un libro de siete cuentos cortos, escritos por un eximio periodista que pocas veces se ha dedicado a escribir ficción. No son muchas las pautas que tengo sobre el contenido antes de empezar a leer y el título no me ayuda a aterrizar, me mantiene en esa nebulosa (en este caso agradable) que existe antes de saber cómo va a ser realmente aquello que estamos a punto de empezar.
Latinoamericanista de alta factura, Juan Carlos Salazar lleva consigo un gran bagaje de conocimiento sobre el continente acumulado en las estaciones en las que se ha detenido en su labor de corresponsal, y los cuentos de este volumen son pequeñas entradas a las diversas capas de esa experiencia sedimentada lentamente. El nombre del libro se refiere muy probablemente a un intento por evadir un primer vistazo realista que pudiera unificar el tamiz con el que se observan las cosas, debilitando la visión muy particular que se quiere dar de cada una; pues a través de los relatos se vislumbra un nivel de realidad sin llegar a tocarla, se intuye sutilmente su presencia por los dichos, las supersticiones compartidas y la constante referencia a valores entendidos, que unifican a la gente sin dejarlo constatado en ninguna parte.
En un primer plano se aprecian los molles, la vida en las haciendas andinas, los duendes, la tristeza de quienes viven por siempre pensando en aquello que ya se fue. Atrás aparecen otras imágenes que dan valor y sentido a lo que se ve a primera vista, es así que los personajes, aunque sin siempre formar parte del mismo relato, atisban a su manera una identidad para cobijarse en ella.
¿Son los lugares los que hacen a la gente, o es la gente la que hace a los lugares?, podríamos preguntarnos mientras leemos los cuentos tratando de encontrar el origen de las acciones que marcan la vida de cada personaje. “Los escenarios se apropian de las personas, las recrean y las hacen suyas, hasta convertirlas en ánimas o fantasmas, según los humores y amores que recogen en su transitar por cada entorno”, nos dice el narrador del primer cuento, subrayando la preponderancia del entorno y sus efectos.
La superposición de los planos, en la que no siempre predomina uno claramente, así como la imparcialidad de la voz narrativa enlazan vivencias aparentemente muy diferentes, como sucede en “Quitapesares”, un cuento relacionado con distintas ciudades y épocas, en el que abundan sensaciones y datos implícitos, y donde entendemos que el entorno no sólo es la geografía sino otros hechos menos visibles que hacen que las personas sean como son. Las siluetas de las montañas de Chiapas se adelantan tímidamente para después aparecer con fuerza y protagonismo en “Aquí viene la muerte”, relato en el que también invade el miedo desde la oscuridad, rodeado por rostros inquietos e irreconocibles por los pasamontañas. En la exuberante selva de la que va brotando el ruido de los loros, la tendencia hacia una visión real de los hechos, escondida en los relatos anteriores, es irrefrenable. De pronto llegamos a “El espejo”, el cuento que cierra el volumen, pero en el que la intención del juego ha cambiado; aquí se trata de disimular la identidad, aunque al final la verdad logra salir a la luz para sorprender inclusive al protagonista.
Siguen presentes las figuraciones, las formas menos claras de los primeros cuentos del libro, mientras la realidad concreta se revela de manera ostentosa. Aparecen imágenes del Che, de La Habana, de La Paz, junto a la nebulosa del final, la sospecha de no poder continuar, hasta que “el trajinar de sombras pareció detenerse en la habitación”.
Este libro es sobre el heroísmo de los derrotados, la audacia de los inocentes y la porfía de los sobrevivientes, dijo el propio Juan Carlos a los pocos días de haberlo publicado, refiriéndose en verdad a prácticamente todas las personas del mundo, no sólo aquellos que protagonizan estos cuentos, y desde luego a los interminables escenarios en los que podrían habitar. El comentario nos remite nuevamente al cuestionamiento anterior, ¿Son los lugares los que hacen a la gente, o la gente hace a los lugares? para darnos cuenta de que el entorno entonces no es tan determinante como parecía.
No es poco el trasfondo histórico y social implícito en Figuraciones, un libro breve en el que el lenguaje cálido y amigable nos lleva a veces a realidades tormentosas e ineludibles, donde paisajes exuberantes en ocasiones admiten una considerable dosis de tensión, albergan angustia, pérdidas o acercamientos fallidos. La magia inasible de los primeros cuentos deviene de pronto en realidad amenazante; lo especialmente particular y específico se junta con lo genérico, con lo que a todos se refiere. Lo que importa es el nudo, la mezcla de crónica, historia contemporánea y leyendas que forman estos cuentos, en los que “la ficción cobra vida y recupera certezas cuando la imaginación desvela lo que la realidad oculta”, como reza uno de los epígrafes.
Ramona Cultural – 13 de Marzo de 2022