Harriet Winslow alisó las arrugas de su falda plisada y entró al salón de baile de la hacienda. “Las paredes eran dos largas filas de espejos ensamblados del techo al piso: una galería de espejos destinados a reproducir, en una ronda de placeres perpetua, los pasos y vueltas elegantes de las parejas…”
Así describe Carlos Fuentes el ingreso de la institutriz recién llegada de Washington al “Versalles en miniatura” de la Hacienda Miranda del México revolucionario de 1910 en su novela Gringo viejo, y así entró Jane Fonda del brazo de Gregory Peck al salón cabalmente reproducido de los estudios Churubusco de la capital mexicana.
La bella actriz y pacifista (Regreso sin gloria), quien cumplió 80 años en diciembre pasado, y el veterano actor (Matar un risueñor), fallecido en junio de 2003, cruzaron la frontera sur de los Estados Unidos en el ya lejano enero de 1988 para llevar a la pantalla la novela de Fuentes bajo la dirección de otro Premio Óscar, el argentino Luis Puenzo (La historia oficial).
Fuentes novela en Gringo Viejo la historia del periodista, escritor y aventurero estadounidense Ambroce Bierce (1842-1914), reportero de la cadena Hearst y autor de una serie de narraciones y cuentos fantásticos (Una ocurrencia en Owl Creek Bridge, Diccionario del diablo), que en 1913 se declaró “viejo y cansado” y viajó a México en busca de la muerte so pretexto de seguir la campaña del legendario héroe revolucionario Pancho Villa.
Cruzó la frontera con un maletín y un ejemplar del Quijote como único equipaje. Nunca más se supo de él. “¡Ah!, ser un gringo en México; eso es eutanasia”, había escrito en una de sus últimas cartas, revelando así su verdadera intención de buscar un paredón revolucionario como vía digna hacia la muerte. Se cree que murió fusilado en Chihuahua en 1914.
Fuentes imagina la historia del “gringo viejo” y su relación con la institutriz en una obra que los críticos describieron como “una novela de encuentros y desencuentros personales y nacionales”, que Puenzo intentó traducir, “más allá del tema mexicano”, como “la confrontación entre dos culturas, la estadounidense y la latinoamericana”.
Fonda conoció a Fuentes en 1979, en Nueva York, a su retorno de una visita a México. “Le dije que me fascinaría hacer una película sobre México y Estados Unidos. Carlos me respondió: estoy escribiendo una novela sobre el tema, con un personaje para ti. Cuando la termine, te la envío”, según me comentó durante un paréntesis de la filmación.
La luchadora por los derechos civiles de la década de los 60, por entonces una cincuentona de bien conservados años, quedó encantada con la historia y la heroína de Fuentes. “Harriet está llena de ilusiones, aunque ya no es joven. Y como ella, tengo muchos sueños, ilusiones y esperanzas, para mí y para el mundo”, dijo durante la entrevista.
Imbuida del tema y del personaje de la maestra que supera las barreras culturales para acercarse a la revolución mexicana, la Fonda habló elípticamente del tema, a través de las imágenes de la novela de Fuentes: “La revolución creó conciencia e identidad en los mexicanos. Como en el salón de los espejos de Fuentes, los mexicanos se miraron y se dieron cuenta, por primera vez, de quiénes eran en realidad”.
Tanto Peck como Fonda dijeron sentirse identificados con el mensaje de la obra: “Creo que todos, Puenzo, Peck y yo misma, somos gente que pensamos con gran fuerza sobre la dignidad humana y la justicia”, señaló la actriz.
Hija de un mito del cine, Henry Fonda (Las uvas de la ira, El fugitivo), y hermana de otro gran actor, Peter (Easy Rider), Jane nació el 21 de diciembre de 1937 en Nueva York. Cuando llegó a México ya era conocida por sus ideas progresistas como feminista y activista de los derechos civiles, sobre todo por su participación en las grandes movilizaciones en contra de la Guerra de Vietnam de los años 60, activismo que le valió el sobrenombre de “Hanoi Jane”.
También hizo crítica feroz de la política de Ronald Reagan en Centroamérica en la década de los 80, aunque, durante la entrevista, se negó a hablar del tema, “no por miedo”, según me dijo, sino porque “estoy aquí para hablar de la película, no de tácticas revolucionarias”.
Barbarella (1968), un filme de ciencia ficción dirigida por su primer marido, Roger Vadim, la convirtió en el sex symbol de su época, en tanto que Regreso sin gloria (1978), un alegato antibelicista con John Voight, y El síndrome de China (1979), sobre un accidente nuclear con Jack Lemmon y Michael Douglas, la marcaron como ícono del pacifismo y el ambientalismo.
Después de trabajar durante 30 años en 51 películas, en 1990 anunció su retiro de la industria cinematográfica, pero regresó en 2002 y aún sigue activa. A sus 80 años mantiene su buen ver, que ella atribuye a los aeróbics–práctica de la que fue pionera y promotora–, pero también “a los genes, a la forma de vida y al buen sexo, en partes iguales”. “Pese a los años y las operaciones de rodilla y cadera, resulta difícil adivinar su edad (…). Todavía sigue conservando ese sex appeal y elegancia que la caracterizan”, escribió un diario europeo.
Pero no sólo eso. A los 80, conserva los mismos ideales de su juventud. Descrita alguna vez por un diario estadounidense como una “rebelde con causa”, nunca renegó de sus principios. Criticó la intervención estadounidense en las Guerras del Golfo, como lo hizo durante el conflicto de Vietnam, y se mantiene firme en la defensa del medioambiente, los derechos de la mujer y la libertad de expresión.
“Todavía estoy desconcertada por aquellos que sienten que criticar a Estados Unidos no es patriótico, una opinión que se está adoptando cada vez más en los Estados Unidos desde el 11 de septiembre (atentado a las Torres Gemelas) como una excusa para hacer sospechoso lo que siempre ha sido un derecho estadounidense. Una ciudadanía activa, valiente, abierta es esencial para una democracia saludable”, escribió en su autobiografía, My life so far (2005).
Reprochó a quienes transitan por este mundo “como si tuviéramos uno de repuesto en nuestra maleta”, y aconsejó a la “gente común” que se postula para un cargo “mantener sus bolas y ovarios intactos”. Autodefinida como liberal, pero con fama de “revolucionaria”, recomendó a quienes pretenden serlo: “Para ser revolucionario, debes ser un ser humano. Tienes que preocuparte por las personas que no tienen poder”.
Página Siete – 21 de enero de 2018