Jorge Suárez no cantaba ni tocaba la guitarra. Tampoco declamaba bien, pero lo intentaba, a fuerza de convicción y sentimiento. Lo primero que pedía al guitarrista de turno en las noches de bohemia era acompañamiento para recitar Manuel sombrerero, su “poema musical” en ritmo de cueca, bailecito y redoble. Aclaraba la voz con un trago seco y se lanzaba a contar la epopeya de uno de los tantos héroes anónimos de la revolución del 9 de Abril. Claro, no era un buen declamador, pero sí un gran poeta y narrador.
Enfundado a reventar en su abrigo gris de siempre, bufanda al cuello, pedía bailecito y empezaba: Rompe la alborada el trueno / trágico de cribadora / y trepida la ametralladora / ronca desde el hondo callejón moreno. Aspiraba profundamente su Derby, lanzaba la bocanada de humo y vámonos con el redoble: ¡Baja de los cerros, baja! / ¡Baja, Manuel sombrerero! / Que te espera en el desfiladero / una rosa roja para tu mortaja. Rasguido doble, otro seco y se va la primerita de la cueca: Palomitay, dale un beso / de despedida a Manuel, / con tu boquita de miel / dale un beso palomita, / mañana dirás un rezo, / ni te acordarás de él. Con o sin acompañamiento, sus sonetos sonaban a copla.
Era su época de “poeta social”, en los albores de los 70, aunque no era conocido como tal, sino como periodista, oficio con el que se ganaba la vida. Ya había publicado ¡Hoy! Fricasé (1953), con Félix Rospigliosi, Los melodramas auténticos de políticos idénticos (1960) y Elegía a un recién nacido (1964); pergeñaba uno a uno sus Sonetos con infinito, que publicaría años más tarde, en 1976, y probablemente El otro gallo ya revoloteaba en su cabeza.
En su “sociedad poética”, a la que bautizaron con derroche de humor como el “Consorcio de ingenieros del Soneto” (COSINETE), Suárez y Rospigliosi “acometieron el soneto en todas sus formas” y cantaron al yatiri, al liwi-liwi, a la imilla, al heladero, a la solterona, al varita, a la birlocha, al cargador, al conscripto, al hualaicho, al lustrabotas y al botabasura, entre otros personajes del pueblo, pero también a lugares tan emblemáticos como la Calle Comercio, el tambo, Churubamba, el thantakhatu y el Panóptico. Y, por supuesto, ¡al fricasé!
Nació en La Paz el 26 de marzo de 1931 y murió en Sucre el 27 de julio de 1998. Tras egresar del colegio San Calixto, viajó a Cochabamba con Rospigliosi para asistir a un festival de poesía, donde cautivó con sus versos de “tono revolucionario”, a decir del poeta José Antonio Terán Cabero.
Llegaron poco después del triunfo de la revolución del 52. Suárez decidió quedarse para estudiar Derecho, pero pronto abandonó la carrera para dedicarse al periodismo en el diario El Mundo, que dirigía Víctor Zannier, el periodista que años más tarde llevaría el diario y las manos del Che Guevara a Cuba.
“Un día de esos, de pronto, apareció al frente de la casa. No sé quién le ayudaría a encontrar mi domicilio, pero ahí estaba, solo, con el pelo alborotado y los ojos enrojecidos. Estaba muy cansado, tenía palpitaciones en el pecho. Ya desde entonces tenía ese problema, tenía la presión alta. No había dormido. Pidió algo para aliviarse, le ofrecimos agua, no sabíamos qué malestar era el suyo ni acertábamos con alguna medicina. Reposó un rato y luego se fue a descansar. Lo acomodamos y se echó a dormir”, rememoró años después Terán Cabero, el famoso Soldado Terán, en un testimonio recogido por Luis H. Antezana. Era el Suárez de cuerpo entero.
El excanciller Gustavo Fernández, por entonces un joven estudiante de Derecho, estaba pensionado con Suárez y Rospigliosi en la casa de Doña Julia, la mamá del Soldado, y recuerda la rivalidad entre ambos poetas. “No eran broncas, más bien eran pullas, burlas, juegos mordaces. Se llevaban muy bien, pero se pinchaban y provocaban constantemente”, que no eran otra cosa que la prolongación de las “cáusticas escaramuzas” que sostenían ambos en la Alcaldía, donde trabajaban.
Fue en esa época, a fines de los 50 o principios de los 60, antes de retornar a La Paz, que se distanció –nadie sabe por qué– de Rospigliosi. “Jorge era en su juventud no sólo bromista sino, alguna vez, hasta perverso”, confió Terán a Antezana. “Solía burlarse de los versos del prójimo y los tergiversaba con cierta maldad provocativa”. Para muestra, sus melodramas auténticos y sus epitafios. Esa manera de ser, según el periodista José Luis Alcázar, le ganaba muchas antipatías, puesto que no todos entendían sus sátiras ni sus ironías.
Terán recuerda que Suárez y Rospigliosi emprendieron una polémica en verso, “desbordante de veneno y de calificaciones insultantes”. Suárez firmaba sus columnas como Paspartú. “Rospigliosi lo llamaba Pasparsucio (…), algo muy penoso para quienes admirábamos el talento de ambos amigos”.
Así, con “el pelo alborotado y los ojos enrojecidos”, sudoroso y asesando, como lo describe Terán, Suárez subía por la calle Ayacucho hasta la plaza Murillo, donde estaba ubicada la redacción de Jornada, el último periódico paceño de prensa plana y tipos móviles, que fundó el 4 de noviembre de 1964. Aunque el vespertino apareció el mismo día del golpe del general René Barrientos Ortuño, Suárez siempre negó que su periódico hubiese sido financiado por el militar golpista, concretamente por su ministro de Gobierno, Antonio Arguedas, como decían las malas lenguas.
En mancuerna con otro periodista de talento, Mario Rueda Peña, El Gato, hizo escuela en crónica roja. Eran legendarios los títulos de su sección policial, en los que mezclaba la sátira con la picaresca criolla. “Cholita perdió la honra por recuperar su sombrero”, tituló en una ocasión a toda página. Suárez –el Loco para sus amigos- sostenía que su vespertino vivía de sus ventas y de la publicación de edictos.
“No hago periodismo para ganarme la vida. Es para mí una vocación tan viva como la literatura. No podría saber si empecé haciendo periodismo o empecé haciendo literatura, pero no alcanzo a concebir mi propia obra al margen de una u otra actividad”, declaró en una ocasión. En todo caso, para él, periodismo y literatura eran oficios complementarios, dos formas de escritura, las dos caras de una misma medalla.
Periodista al fin y al cabo, fue el único poeta que cantó al canillita: Entre una polvareda de grises barrenderos / –carne de alba estrujada, blanco niño morado– / caen en tu silencio níqueles usureros / que hacen el pan más bueno y el dolor más cantado. / Las horas febrilizan tus pasos pregoneros / llegando tu pequeño corazón desbocado / donde asoma el fantasma de los ojos severos / que en los negros inviernos te destroza el costado.
Durante los gobiernos militares de Alfredo Ovando Candia y Juan José Torres (1969-71) fue embajador en México y Argentina. El golpe de Hugo Banzer Suárez lo sorprendió en Buenos Aires. Tras un largo exilio, retornó a Bolivia para dedicarse de lleno al quehacer literario, aunque también ejerció el periodismo en el diario El Correo del Sur de Sucre. En los años 80, dirigió el Taller de Cuento Nuevo en Santa Cruz, donde, según el poeta Homero Carvalho, se forjaron “algunos de los más importantes narradores cruceños, benianos y chaqueños”. Y publicó El otro gallo (1982).
Con el “humito blanco” y el “aroma rubio” de su Derby, al que le dedicó un poema, “oculto en la bufanda de su invierno”, era un personaje de su propia poesía, el caminante que va dejando “rosas de polvo sobre la calzada”, el poeta que va “rompiendo con la frente el día”, un “rayo de otro cielo”.
(Dibujo de Marcos Loayza)
Página Siete – 19 de agosto de 2018