Norah, una de las protagonistas de Cables Cruzados, la única novela de Ana María Romero, decía que ninguna de las noticias que procesaba como periodista era neutra. Daban cuenta de muertos y heridos, como ocurría en los tiempos de las “dictaduras criminales y guerrillas militantes” que le tocó cubrir, pero no hablaban de las políticas que provocaban las “guerras frías y calientes” de la época. Le gustaba informar sobre esos “retazos de la historia” pero al mismo tiempo se rebelaba contra la neutralidad del periodista ante las injusticias y desigualdades que subyacen en el fondo de tales hechos.
Ana María ve en Norah a la periodista comprometida, la reportera que se resiste a cumplir el papel de simple taquígrafa de los hechos. “Cuando le tocaba procesar ese tipo de información tenía la sensación de estar participando en un rito de sangre”, dice de su personaje, cuyo pensamiento cuadra muy bien con las ideas que sustentaba la autora acerca del periodismo.
Es el mismo compromiso que la llevaría años después a incursionar en la política, siguiendo su propia vocación y la de su padre, el político e intelectual Gonzalo Romero, en el entendido de que no basta detectar y reseñar las causas de los problemas que afectan a la sociedad, sino trabajar en la solución de los mismos.
Llegó a la Agencia de Noticias Fides (ANF) a fines de la década de los 60 para sustituir a José Luis Alcázar, quien se acababa de incorporar a la redacción del diario católico Presencia. Exalumna de los colegios Sagrados Corazones de La Paz e Irlandés de Cochabamba, empezaba sus estudios de Filosofía y Letras y tenía muy poca experiencia periodística. Había trabajado como corresponsal de un periódico de Santa Cruz y como redactora de una de las revistas semanales de El Diario.
“A ver cómo nos va con Ana María. Tengo muy buenas referencias de ella”, me dijo el padre José Gramunt, director de la agencia, al anunciarme su contratación. “El padre Gramunt fue mi primer maestro”, solía decir, como muchos de los periodistas que nos formamos en Fides. En realidad, llegó recomendada por su padre, muy amigo de Gramunt, quien le había dicho que Ana María se empeñaba en ser periodista y él creía que no había mejor escuela que Fides para aprender el oficio.
Efectivamente, los periodistas de esa época se formaban en las redacciones de medios de prestigio, como Fides y Presencia, porque no existía la carrera universitaria de periodismo ni de comunicación social. La primera que abrió sus puertas fue la de la Universidad Católica Boliviana con el nombre de Instituto Superior de Ciencias y Técnicas de la Opinión Pública, escuela a la que entramos con Ana María junto con una veintena de periodistas como sus primeros alumnos. El 23 de diciembre del 2020 se cumple precisamente el cincuentenario de la colación de grados de esa primera promoción.
Para Ana María el periodismo, más que una pasión, era un “vicio terrible”, una “verdadera adicción”, de la que recién pudo librarse cuando incursionó en la política, otra adicción. Mientras ejerció el oficio, mantuvo, como ella misma decía, una “actitud irreverente” ante el poder y los poderosos.
“Una característica del buen periodista, y siempre lo he dicho, es la irreverencia frente al poder. El rato que el periodista esté con miramientos, para mí, ya se echó a perder”, declaró a la Agencia Alemana de Prensa (DPA) en ocasión de la presentación de su novela. “Los buenos y grandes periodistas siempre han sido personas que han mirado con recelo al poder, lo cual no quiere decir que por ese recelo se pueda torcer una noticia ni mucho menos”, agregó.
Tal vez, por eso mismo, respetó el trabajo de sus colegas cuando le tocó seguir el periodismo desde “el otro lado de la barrera”, desde “la acera del enfrente”, el poder, cuando asumió el Ministerio de Información del gobierno provisional del presidente Walter Guevara Arze, primero, y como senadora del Movimiento al Socialismo (MAS), después.
Antes coincidí con ella en la DPA, ella como corresponsal en La Paz, yo en México. Era la época en que ella estaba concentrada en su carrera periodística y lamentaba la precariedad de las condiciones en las que el periodismo realizaba su trabajo. “Antes –decía– se hacía carrera en un medio. Uno se ponía la camiseta y se podían dar heroicas batallas por conseguir una noticia”.
Pero, eso sí, nunca olvidó la misión en la que creía. “Hoy –lamentaría–, de repente te metes a hacer una investigación o escribir una noticia, pero como los medios se han vuelto tan neutros no entra esa noticia, por ser demasiado fuerte o porque sacude el sistema”.
En la agencia Fides nos tocó cubrir momentos difíciles, los años de las rebeldías armadas y las amenazas golpistas, los tiempos de las coberturas clandestinas. “Una vez conseguimos el diario del Chato Peredo. Hicimos el contacto en la plaza Uyuni con el Gato Salazar, yo iba 20 metros de atrás. La cita era clandestina”, relató en una entrevista con Julieta Vidza Tovar Ibieta.
Al mediodía del 17 de julio del 1980 me llamó a la ciudad de México. “¡Han asesinado a Marcelo!”, me dijo, antes de lanzar la noticia, paralizada por el miedo y sin poder ahogar el llanto. “¿Tienes fuentes?”, le pregunté. “Sí –me dijo–, algunos testigos”. La oficina de la DPA estaba al lado de la sede de la Central Obrera Boliviana (COB), donde sesionaban los líderes de la resistencia, y ella misma había sido testigo del sangriento asalto de los paramilitares.
Fue así que Ana María dio la primicia mundial del asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuando nadie se atrevía a dar la información por temor a la represión. De hecho, la noticia se conoció en Bolivia días después.
Ana María describe a Norah, personajes de su novela Cables Cruzados, como una mujer de unos 40 años, “una persona serena y con mucho control pero un tanto tímida”, “peinado corto, convencional”, “barbilla y frente cuadradas y unos ojos medianamente achinados”, en una descripción que cuadra con su propia imagen. Pero, tal vez, se pinta mejor a sí misma cuando se refiere a ella como la periodista empecinada a ver las noticias más allá de las apariencias y en ahondar en las causas de las tragedias que afectan al hombre y a la comunidad en la que se desenvuelven.
Página Siete – 25 de octubre de 2020