Según el dicho popular, “todos necesitamos un ovillo donde enredarnos”. Los bolivianos ya tenemos el nuestro. Parafraseando a Mario Vargas Llosa, podríamos preguntarnos en qué momento se enredó el proceso de transición. Desde la renuncia y fuga de Evo Morales, vamos caminando al borde de la cornisa, en una carrera de obstáculos en la que no se alcanza a divisar la ansiada meta de la normalización democrática.
Alguien dijo también que es fácil predecir el ayer o acertar al gordo de la lotería el día después del sorteo. “¡Te lo dije!”, es la frase más repetida después de toda desgracia, porque, claro, nadie se equivoca al juzgar las cosas a toro pasado. Sin embargo, conviene hacer un “recuento de daños”, porque, como bien dijo alguien que pensaba mejor que cualquiera de nosotros, Aristóteles, “no se puede desatar un nudo sin saber cómo está hecho”.
Bolivia está viviendo una triple crisis. La política, resultante del afán prorroguista de Morales; la sanitaria, emergente de la pandemia del coronavirus, y la económica, producto de la anterior, que empieza a ensañarse con los sectores más desprotegidos de la sociedad. He ahí la madeja.
Mucho tiene que ver el régimen autoritario de Morales con la triple plaga. Al desconocer el referéndum (un verdadero “golpe de Estado”, como él mismo lo definió días antes de la consulta, cuando no imaginaba el “no”) e insistir en prolongar su mandato a través del fraude, abrió las puertas de la crisis que se prolonga hasta ahora.
La pandemia desnudó nuestro sistema hospitalario. Está como está, en cueros, no sólo por el dispendio de recursos que caracterizó a la administración masista, sino también por la escasa prioridad –yo diría que ninguna- que le otorgó a la salud pública. El modelo económico, eminentemente extractivista, nos ha dejado sin mayores opciones al producirse la caída de los precios de las materias primas.
Estamos, como alguien dijo, ante tres jinetes del Apocalipsis montados en un solo caballo, mientras cruzamos los dedos para que no aparezca el cuarto, el de la violencia.
El gobierno de Jeanine Añez nació en circunstancias dramáticas ante la renuncia de varios de los eslabones de la cadena de sucesión, empezado por su cabeza, que dejó al país sumido en el caos, alentado por el vandalismo de los partidarios de los renunciantes. La senadora beniana asumió su responsabilidad con decisión y valentía.
Su mandato era claro: pacificar el país y convocar a elecciones transparentes y creíbles. Lo logró gracias a un esfuerzo concertador, apoyado por la Iglesia y la comunidad internacional, que se tradujo en la normalización de la vida pública y en la conformación de un Tribunal Electoral aceptado y elogiado por todos. Buen comienzo.
El ovillo comenzó a enredarse cuando la Presidenta lanzó su candidatura, incumpliendo su promesa inicial, y la señora Eva Copa, figura importante en el consenso de la primera hora, volvió a ser lo que era y, con ella, la mayoría masista.
Jeanine Añez no logró el objetivo que se había propuesto, al menos hasta ahora, de unificar en torno suyo a las fuerzas que se oponen a Morales. Las dividió aún más. No sólo eso. Electoralizó su gestión, incluida la sanitaria, y se anuló a sí misma como conductora neutral del proceso de transición. ¿Qué se puede decir de Eva Copa? No mucho. Cada día se parece más al presidente huido que a sí misma.
El MAS combate a la Presidenta-candidata desde todas las instituciones que controla, desde el Legislativo hasta el Judicial, pasando por los municipios azules. Y así estamos, en una guerra abierta, que se traduce, dicho sea de paso, en una actitud que linda en lo criminal por parte del partido desplazado del poder, con el bloqueo legislativo a los créditos destinados a paliar los efectos de la pandemia y la movilización en las calles.
La polarización ha alcanzado también al árbitro electoral a propósito de la fecha de los comicios y otras decisiones, con ataques a la institución, la única nacida del consenso, en detrimento de su autoridad y credibilidad.
Nunca como ahora han sido tan necesarias las elecciones, no sólo para normalizar la vida democrática, sino para que las instituciones puedan reflejar la correlación de fuerzas surgida de los cambios de noviembre. También es cierto que nunca como ahora se hace tan difícil realizar los comicios sin correr el riesgo de contribuir a la expansión de la pandemia.
El diálogo y el consenso no están de moda, pero nunca han sido tan necesarios. Lo de hoy es la bronca y el disenso. En lugar de ir con tiento cuando se está cara al viento, como aconseja el refranero popular, los actores políticos parecerían estar empeñados en buscar los callejones sin salida. Convendría recordar al escritor y poeta italiano Andrea Mucciolo cuando advirtió que “las encrucijadas no ayudan a decidir, sino más bien a arrepentirse”.
Página Siete – 30 de julio de 2020