El periodismo nació para contar historias. “¿En qué consiste ser periodista? ¿Qué necesito hacer?”, preguntó el joven Mark Twain a su primer director cuando decidió ganarse la vida como reportero después de probar suerte en otros oficios. “Salga a la calle, mire lo que pasa y cuéntelo con el menor número de palabras”, le respondió el experimentado editor. Es lo que hizo el novel periodista y futuro escritor a partir de ese momento. Mirar lo que ocurría en la calle y describir los hechos de los que era testigo. El periodista es un contador de historias. Mirar y contar está en la esencia del relato periodístico, porque las noticias satisfacen un instinto básico del hombre, el instinto de estar informado.
John Carlin, un “contador de historias” de profesión que ha recorrido medio mundo como corresponsal o enviado especial de varios medios ingleses, solía decir que, en realidad, el oficio más antiguo del mundo es el periodismo, no otro, porque nació en la época de las cavernas, cuando un miembro de la tribu narraba a sus familiares y compañeros la aventura de la última caza de mamuts. El hablador, protagonista de la novela homónima de Mario Vargas Llosa, era un “contador historias” que recorría las tribus primitivas de la Amazonía llevando las novedades que recogía de las comunidades que visitaba.
Y si el periodismo nació para contar historias, el formato que adoptó desde épocas tempranas fue el de la crónica. El diluvio universal que relata el Génesis, escrito en el siglo V antes de Cristo, es la crónica de una catástrofe natural, un texto magistral de apenas 650 palabras. Y crónicas son los evangelios que recogen la vida de Jesús. El evangelio de la multiplicación de los panes y los peces, de escasas 200 palabras, podía haber sido un reportaje dominical de haber existido un periódico en los tiempos de Marcos. Como dice el escritor mexicano Juan Villoro, Lucas, “el más narrativo” de los cuatro evangelistas, actúa como un verdadero reportero: “Reúne las piezas de un mosaico disperso a partir de múltiples declaraciones y del testimonio de un testigo”.
También miraba, escuchaba y contaba lo que veía y oía el “Padre de la Historia”, Herodoto, quien muy bien podría ser inscrito en los anales del periodismo como el primer “corresponsal viajero” de que se tenga memoria.
Ver y contar la vida, recrear la realidad con el asombro de quien la observa por primera vez, armar “las piezas de un mosaico disperso”, es el afán del periodista. Y es lo que hace Karen Gil en la colección de relatos del presente volumen. Retorna al origen y a la esencia del oficio no sólo para contarnos las alegrías y pesares de un puñado de heroínas anónimas, sino para rescatar, como apunta el título, los sueños de sus protagonistas, porque, al fin y al cabo, la ficción es el mejor camino para narrar lo que todavía no ha ocurrido.
El truco del buen reportero consiste en mirar donde nadie mira, porque es allí donde se encuentran las mejores historias. Karen sabe que toda buena historia pide ser contada antes de nacer y vuelca su mirada donde nadie lo ha hecho, pone ojos y oídos en detalles desapercibidos para otros. Y como buena cronista se entromete en la vida –y la piel- de sus personajes para armar la trama de su narración.
Así nos cuenta cómo “la fuerza del miedo” impulsó a Bertha, la cholita aymara de “cuerpo robusto, ojos risueños y mejillas ruborizadas de una niña traviesa”, a vencer el acoso político de la que era víctima en la alcaldía de Collana, o cómo Luna encontraba en el espejo la identidad que su cuerpo le reclamaba y que la sociedad le negaba; cómo Daniela convocaba la libertad añorada con dos pequeñas alas tatuadas en los omoplatos, o cómo Adela, la nonagenaria con cuerpo de niña y “tantas arrugas como sus recuerdos”, es capaz de correr los 100 metros planos en 23 segundos.
Ernest Hemingway, otro “contador de historias”, primero como periodista y después como novelista, solía decir con cierta ironía que de “las 110 reglas” periodísticas “probadas, aprobadas y santificadas” en los manuales de estilo de las redacciones de medio mundo, sólo dos son válidas: “usar frases cortas y emplear un estilo directo, sin rodeos”. Pero la crónica, como también lo sabía Hemingway, requiere de un tono y un ritmo narrativos. Karen no sólo atiende las recomendaciones del bueno estilo periodístico, sino que dota a sus textos de la tensión propia del relato literario, algo característico del género.
La crónica combina información con elementos de ambiente, referencias de “color”, citas de los protagonistas, aspectos anecdóticos y detalles de “interés humano”, porque busca recuperar la atmósfera, las emociones y los colores de un hecho que escapan al formato netamente informativo. Karen aborda sus historias desde la perspectiva de quienes la viven o la sufren, mediante descripciones, metáforas y testimonios, en una coral de imágenes y sonidos que dan solidez argumental y elasticidad estilística al texto, sabedora de que la crónica no es la simple interpretación de un suceso, sino la narración creativa del acontecimiento.
Tampoco lo hace de manera anecdótica, sino que analiza y reflexiona sobre los problemas sociales que subyacen en las experiencias cotidianas de sus personajes. Es así que pasa revista a la Ley Contra el Acoso y Violencia Política hacia las Mujeres, al desamparo legal de las trabajadoras del hogar o la ley de identidad de género, para citar unos ejemplos. Visto de otro modo, bien podría decirse que las historias particulares no son otra cosa que un pretexto para abordar las causas profundas de la exclusión y la marginación.
Tal vez por esta razón es que observa a sus personajes con una ternura conmovedora, tanto al retratarlos como al describir el escenario y las situaciones en que se desenvuelven. Muestra a Luna, la transexual de “cabello largo color oro, piel morena y ojos cafés oscuros custodiados por pestañas postizas”, asediada por miradas impúdicas que buscan su cuerpo delgado, sus caderas ahora femeninas y “sus senos que tanto le costaron tener”, o a la alcaldesa Bertha, que “sabe que todo el tiempo se mueve en un territorio de hombres”, donde debe demostrar no sólo sus habilidades políticas y administrativas, sino, “aunque no le guste, jugar con sus reglas”, porque en eso le va la vida. “Te vamos a enterrar viva y quemar la casa de tus papás para que aprendas”, le habían advertido sus enemigos políticos.
Tomas Eloy Martínez dijo alguna vez que los seres humanos pierden la vida buscando cosas que ya han encontrado y que los editores de periódicos siguen buscando cómo seducir a sus lectores, cuando “el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración”. Tal vez esa sea también la solución a la crisis de los medios tradicionales, principalmente la prensa escrita, porque lo cierto es que, para citar otra vez al autor de Santa Evita, “la gente ya no compra diarios para informarse”, sino “para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad”.
No se trata, pues, de qué es lo que se cuenta, sino de cómo se lo cuenta. Para ello nada mejor que volver a los orígenes del periodismo, al periodismo de los “contadores de historias”, como Mark Twain, Ernest Hemingwy y García Márquez. Y es lo que está tratando de impulsar la Fundación Para el Periodismo con sus diversos programas.
Karen Gil se benefició con uno de ellos. Obtuvo una beca para escribir un libro de no ficción, otorgada por la Fundación Para el Periodismo y el European Journalism Centre (EJC), en su primera convocatoria (2016), con una estancia de un mes en el Carey Institute for Global Good de Nueva York y la participación de otros 12 periodistas del mundo. The Logan Nonfiction Program brindó la tutoría del periodista y escritor Tim Weiner, Premio Pulitzer, quien ayudó a los becarios a delimitar las historias planteadas y a tejer -tanto en la forma como en el fondo- la unidad temática.
Este es el resultado de su trabajo.
Prólogo al libro Tengo otros sueños, de Karen Gil)
Ramona (Opinión) – 2 de septiembre de 2018