“¿Dónde y en qué momento nos hemos
distanciado?”, preguntaron los ministros Carlos Romero y Walter Delgadillo a
Rafael Quispe en los días previos a la represión de la VIII Marcha del TIPNIS
en Chaparina. Aún antes de los sucesos del 25 de septiembre, el gobierno era
consciente del divorcio que se había producido entre el «presidente indígena» y
sus «bases originarias» de Tierras Bajas. Como «en el jardín de los senderos
que se bifurcan» de Jorge Luis Borges, era evidente que Evo Morales había
tomado la senda equivocada. «Ahora tenemos un presidente con rostro indígena,
pero con un pensamiento neoliberal y un corazón de dictador», era la
significativa conclusión del decepcionado Rafael Quispe, dirigente de una de
las organizaciones que contribuyó activamente al ascenso de Morales al poder.
Chaparina, el arroyo que separaba a los
marchistas de los colonizadores en estado de apronte, no era precisamente el
Rubicón, pero sí el gran obstáculo que debía cruzar necesariamente Evo Morales
en su declarada decisión de construir la carretera por el corazón del
territorio indígena del Isiboro Sécure. Está claro que no pudo sortearlo y que
naufragó en sus aguas. La intervención policial no solucionó el conflicto. Por
el contrario, removió y echó sal a las heridas abiertas en el proceso previo,
potenció la causa del movimiento reivindicador y desnudó de manera dramática al
gobierno en su pretensión de mantenerse como adalid de los derechos indígenas y
de la Madre Tierra.
Virtualmente paralizado y actuando a remolque de la
situación, Morales tardó más de 24 horas en comparecer ante la opinión pública
para dar una explicación sobre el violento suceso, otras 24 para pedir
disculpas a los indígenas por la «imperdonable» represión y 24 horas más para
pedir perdón, como correspondía, dada la gravedad de los hechos. Su rostro,
habitualmente impenetrable, apareció en las tres ocasiones nublado por la
preocupación. Y no era para menos. Era la segunda vez en nueve meses que debía
dar marcha atrás e intentar una rectificación del rumbo, en medio de una aguda
crisis política. Si el «gasolinazo» de diciembre del 2010 había marcado un
primer punto de inflexión en el “proceso de cambio”, Chaparina era el
parteaguas.
Los marchistas no tardaron ni una semana en reagruparse y reanudar su caminata
a la ciudad de La Paz. Rodeados de un movimiento solidario sin precedentes y
con un gobierno desconcertado -y, ahora sí, maniatado-, los indígenas
recuperaron la iniciativa y marcaron la agenda política de las siguientes
semanas, al punto de arrancarle al régimen la Ley Corta sobre la intangibilidad
del TIPNIS. ¿Cuánto pesó Chaparina en las elecciones judiciales del 16 de
octubre? Es difícil saberlo, pero no hay ninguna duda de que contribuyó a reforzar
el perfil plebiscitario de esos comicios.
El triunfal ingreso de los marchistas a La Paz el 19 de octubre, entre vivas a
los héroes del TIPNIS y gritos de «¡Evo traidor!», devino en un nuevo acto
plebiscitario. Algunos masistas pidieron
al presidente un golpe de timón. La renuncia de la ministra de Defensa, Cecilia
Chacón, indignada por la violenta intervención policial, y la dimisión de Sacha
Llorenti al ministerio de Gobierno, abrieron una oportunidad para el “cambio de
rumbo”, pero Evo Morales no lo vio así.
El mandatario no sólo confirmó su hoja de ruta, sino que intentó revertir su
derrota al alentar la contramarcha del Conisur e impulsar la “consulta
póstuma”, congelar las investigaciones de la represión de Chaparina y,
finalmente, premiar a Sacha Llorenti con la representación de Bolivia en
Naciones Unidas.
Un año después de la intervención, no se sabe quién rompió la “cadena de mando”
de los organismos represivos. “Yo sé quien dio la orden, pero no lo puedo
decir”, admitió el vicepresidente Álvaro García Linera. La frase es de
antología, pero las preguntas que formuló Cecilia Chacón al gobierno de Evo
Morales quedarán para la historia por el silencio culpable que merecieron como
respuesta: “¿Quién preparó el plan? ¿Quién lo propuso? ¿Quién lo autorizó?
¿Quién lo ejecutó? ¿Quién aplaudió que se ejecutara ‘limpiamente y sin
bajas’?”.
En su afán de justificar lo injustificable, Sacha Llorenti declaró en vísperas
de su renuncia que la policía reaccionó a una «agresión» de los indígenas, de
quienes dijo que rodearon y amenazaron a los agentes con sus arcos y flechas, a
las que describió como «armas letales». Y, ¡quién lo iba a decir!, resultó
cierto. Los envenenados «flechazos» de los marchistas resultaron «letales» para
el proyecto de Evo Morales, porque, como admitió el senador masista Eduardo
Maldonado, el «proceso de cambio» quedó «herido de muerte».
Nueva Crónica – 2ª quincena de septiembre de 2012