Alfonso Gumucio Dagron
La lectura de Contra viento y marea (2024) es a la vez estimulante y deprimente. En este país donde es tan fácil caer en el desánimo, depende del ánimo del lector, pero también de la mirada que ejercen los autores, exdirectores del diario Página Siete, que luego de 13 años de existencia cerró sus ediciones de la noche a la mañana por decisión de los empresarios y dueños del medio informativo (en el que contribuí durante una década como columnista regular y colaborador en los suplementos).
Lo primero que uno aprecia es la continuidad no solamente cronológica, sino de ideales. Esta es la breve historia de un diario independiente en cuya dirección se pasaron la posta cuatro experimentados periodistas que mantuvieron “contra viento y marea” la vocación de exponer la verdad de los hechos y la independencia de pensamiento. Cada uno de ellos presenta un relato que difiere en su enfoque, pero el conjunto refresca la memoria y queda como un testimonio de la lucha contra el autoritarismo, contra la impostura y contra la “posverdad” (o la mentira que reemplaza a una mentira anterior).
En los cuatro relatos se enfatiza la suerte fatídica que marcó a Página Siete desde su nacimiento, pero no se subraya suficientemente el gran aporte que significó el diario durante su existencia. Es cierto que el final fue tan traumático para los periodistas, como para nosotros los columnistas (a los que muy poco se nos reconoce) y sobre todo para los lectores que perdieron el único medio impreso que valía la pena leer en La Paz.
Para todos fue dolorosa la muerte súbita, cuando el dueño cerró las ediciones sin anestesia y huyó del país dejando en la calle a 36 periodistas que se enteraron esa misma mañana. A esos periodistas les debe todavía seis o siete meses de salarios y beneficios sociales, a los columnistas nunca nos pagó un solo centavo ni nos envió por cortesía un canasto de Navidad, y a los lectores los dejó colgados, sin poder siquiera acceder a la plataforma de internet. Todo el archivo digital de Página Siete se perdió de un plumazo mezquino, y con ello ejemplares de valor histórico que no recuperaremos pues no hubo edición impresa (los días después del fraude electoral de 2019 y varias semanas durante la pandemia). Los dueños no tuvieron siquiera la decencia de dejar acceso libre al archivo digital acumulado durante 13 años.
Raúl Peñaranda dirigió Página Siete durante poco más de 3 años (y escribió 72 páginas) y Juan Carlos “Gato” Salazar se hizo cargo durante un tiempo similar (60 páginas). Luego asumieron la responsabilidad dos mujeres ya vinculadas al diario antes de ser directoras. Isabel Mercado estuvo cuatro años (46 páginas) y Mery Vaca los dos años finales (57 páginas). En los cuatro testimonios hay diferencias de estilo y de contenido: Peñaranda hace énfasis en las dificultades para montar desde cero un nuevo proyecto y las presiones para que fracase. Salazar, en el capítulo más periodístico de todos, aborda los grandes temas que reveló el diario y los conflictos que ello supuso. Mercado subraya las crisis que tuvo que enfrentar por la coyuntura política (fraude electoral) y social (pandemia) y su desesperado intento de salvar el diario mediante innovaciones de contenido y el inicio de una migración al soporte digital. Finalmente, Vaca narra el desmoronamiento definitivo a pesar de su esfuerzo para completar la migración digital y un proceso de suscripciones (que no prosperó) para hacer sostenible el diario.
Peñaranda
Peñaranda, periodista con visión empresarial, al que nunca le faltan iniciativas creadoras, narra con detalles (y anécdotas desconocidas para la mayoría de los lectores) la génesis del diario y las dificultades que enfrentó frente a un Gobierno ávido de controlar todos los poderes y también el llamado “cuarto poder”: el pensamiento independiente expresado en los medios de información. Desde el inicio Página Siete hizo un periodismo fiscalizador de la cosa pública, señalando de manera crítica y bien informada las tremendas vulneraciones cometidas por el gobierno de Evo Morales, que se pasaba por el arco las leyes y su propia Constitución amañada. La falta de ética y la pobreza moral del régimen se convirtieron en norma, en lo grande y en lo pequeño. Jamás antes hubo una degeneración de valores tan profunda, permeando poco a poco en toda la sociedad. La impostura, el doble discurso y el engaño se convirtieron en los nuevos “valores”.
El relato de Peñaranda es una vitamina para los desmemoriados que prefieren la amnesia voluntaria porque les permite acomodarse mejor. La violencia en Chaparina, la corrupción de Santos Ramírez (el amigo de “cama y rancho” de Morales), involucrado en el asesinato de Jorge O’Connor (otro corrupto), el elefante blanco de la planta de urea, la carretera a través del TIPNIS y la inmensa cantidad de contratos directos sin licitación, son apenas algunos de los escándalos que destapó Página Siete. Las denuncias se hacían con nombre y apellido, de ahí que pasarán a la historia bichos malosos como García Linera, Quintana, Romero, Llorenti, Salvatierra, Dávila, Suxo, Achacollo, Choque y otros que rodeaban al cacique encumbrado en el poder. La ausencia de justicia hace que todos ellos anden libres todavía, sin ser procesados. No puedo dejar de recordar a muchos otros de menor trascendencia, que han estado transitando por las “puertas giratorias” del Gobierno, pasando de uno a otro cargo durante más de 17 años, bien aferrados al poder y sin hacerse notar demasiado, pero beneficiándose siempre de contratos rentables en instituciones públicas.
La falta de transparencia del Gobierno, señalada por Peñaranda en su texto, fue cada vez mayor y las denuncias del diario provocaron la ira de los esbirros digitados por Quintana. Los ministros atacaban a Página Siete por turnos bien concertados y con el mismo guion, como calesita del poder autocrático. Incapaces de rebatir la verdad, ventilaban mentiras en contra de la persona del director, que dio un paso al costado para preservar la integridad del diario.
Salazar
El texto de Juan Carlos Salazar no le dedica mucho al hostigamiento que pesaba sobre Página Siete durante su gestión. No es un capítulo que hable de la persona del director (que sin duda tendría mucho que contar), sino de los principales temas que ocuparon a Página Siete en ese periodo, en un estilo de crónica que hace apasionante la lectura. Por un lado, el sonado “caso Zapata” (tráfico de influencias, mentiras y manipulaciones), luego la corrupción multimillonaria y masiva en el Fondo Indígena, que enterró la idealización de los “movimientos sociales” al desnudarlos como corruptos y oportunistas. A esos escándalos hasta ahora impunes se sumaron temas tan importantes como el referendo del 21 de febrero de 2016, que acabó mostrando el rostro autoritario de Evo Morales que se aferraba al poder por todos los medios y contra la voluntad mayoritaria del país. Bolivia dijo NO, y todo lo malo que se precipitó a partir de allí es de responsabilidad exclusiva de Evo Morales, que tendría que enfrentar un juicio de responsabilidades más pronto que tarde. Ya para el anecdotario, Salazar narra en detalle la triste historia del vicepresidente García Linera, mentiroso recalcitrante, que pretendió hacerse pasar por licenciado en matemáticas. El pez muere por la boca… Página Siete no hizo sino subrayar las contradicciones y mentiras de los gobernantes, que solitos se metían en camisa de once varas por abrir demasiado la boca. Evo Morales, García Linera y Choquehuanca son los mejores ejemplos de mentira e impostura. Como la verdad irrita tanto al poder se profundizaron los ataques y amenazas contra Página Siete, no solamente de palabra si no de hecho. Todo el poder se ejerció contra la prensa independiente, con rabia y con saña.
El relato de Salazar está sembrado de citas de grandes periodistas, lo cual le otorga un sesgo más académico que el de los otros relatos del libro. Salazar analiza la función del periodismo independiente en un marco más amplio, con referencias a otros países, que son útiles para definir por ejemplo aquello que se ha dado en llamar la “posverdad” tan propia de los gobiernos populistas (Putin, Trump, Bolsonaro, Chávez, Kirchner, etc.), que el gobierno del MAS no ha cesado de emplear desde sus inicios.
“La mentira es mentira, aunque se llame posverdad. Y la posverdad es el prefascismo”, dijo Antonio Caño, exdirector de El País de España, citado oportunamente. Eso tuvimos y eso tenemos: un prefascismo autoritario y sordo.
Mi reflexión al leer el libro era: ¿Cómo sigue libre un maleante de la talla de Evo Morales? Y no pude dejar de pensar en el narcotraficante colombiano Pablo Escobar, quien se las arregló también para tener legitimidad pública y apoyo popular suficiente para llegar a ser electo diputado suplente por la Alianza Liberal, mientras sembraba de violencia su país.
Los textos de Isabel Mercado y de Mery Vaca son desgarradores testimonios de una muerte anunciada y los esfuerzos realizados para prolongar la agonía y quizás, milagrosamente, salvar al herido de muerte.
Mercado
Mercado narra los esfuerzos para fortalecer la edición dominical, la creación de la revista Rascacielos (que fue una bocanada de aire fresco en su momento), los Dossier 7 de investigación, y la continuidad en la publicación de algunos libros en la nueva rotativa (que apenas se menciona en el libro). El suplemento semanal Decisión 2019, fue un esfuerzo extraordinario que parecía diseñar un camino de recuperación de lectores para la edición impresa, pero los acontecimientos políticos posteriores al fraude electoral, la feroz arremetida desde el poder y luego la pandemia, echaron por tierra las mejores intenciones. Esta última circunstancia obligó a acelerar la migración a una plataforma digital, tarea pionera en Bolivia, pero mal pagadora en un país donde hay tan pocos lectores con posibilidades de pagarse una suscripción.
Vaca
Los últimos estertores le tocaron a Mery Vaca, aunque Isabel Mercado hizo todo lo posible para apoyarla e inventarse formas de sostenimiento económico del diario (algo que hubiera correspondido hacer a los dueños capitalistas, y no a los periodistas). Aunque en ningún lugar del libro se dice cuál era el tiraje de Página Siete en sus diferentes etapas, queda claro que este disminuyó drásticamente en paralelo a la disminución de la publicidad, la reducción de periodistas y del número de páginas de información. Leemos con tristeza el desenlace final, en las condiciones indignas en que se produjo por decisión de los dueños. En su carta de despedida, Garáfulic sólo agradece a los lectores, no a los periodistas y menos a los columnistas. Es una despedida hosca e indolente. A mí no me dan lástima los inversionistas, que siempre tienen parte de su patrimonio en otros países y nunca pierden. No sufren las angustias de llegar a fin de mes sin pagar los servicios esenciales.
Columnistas
Aunque los exdirectores apenas lo mencionen (salvo Isabel Mercado, que le dedica una página), la gente compraba (o consultaba en línea) Página Siete sobre todo para leer las columnas de opinión. Basta preguntar de manera aleatoria a los lectores. Los más de 50 columnistas regulares eran el puntal del diario independiente. Otro pilar fueron los suplementos (Inversión) y las ediciones especiales que hacían los propios periodistas, (ellos sí rentados), sobre diferentes temas de actualidad. Por ejemplo, los excelentes suplementos sobre las elecciones (Decisión 2019) y también aquellos informes (Dossier 7) que abordaban en profundidad temas diversos (minería salvaje, deforestación, feminicidios, construcciones ilegales, etc.). El suplemento Letra Siete (s0bre literatura) e Ideas, que luego se fusionaron, contaba con las generosas colaboraciones regulares y ocasionales de muchos intelectuales notables. Sin las páginas de opinión las ediciones de lunes a sábado no hubieran tenido el mismo atractivo.
La información era importante en las ocasiones en que se destapaban asuntos polémicos, como los que señala en su capítulo Juan Carlos Salazar, pero no era lo más relevante en el día a día del diario, porque además esa misma información circula de muchas maneras y llega rápidamente a los lectores a través de las redes virtuales.
Me precio de ser amigo de los cuatro directores, y los tres últimos saben que como lector y columnista los molesté muchas veces (también a Baldwin Montero, subdirector en la última etapa) porque me fijé en algún error en un nombre, un pie de foto equivocado, titulares mal escritos o alguna foto sin el crédito correspondiente (entre ellas varias de mi autoría). Más de una vez les dije: “Fusilen al corrector”, hasta que me explicaron que por la situación de carestía no había nadie que corrigiera y que los propios jefes de sección eran los responsables de corregir. Esa mi actitud de “pulga en la oreja” era parte de mi apoyo crítico para que el diario se editara de manera intachable. Realmente lo leía con lápiz en la mano y como yo, probablemente otros que han lamentado la manera en que se liquidó a Página Siete.
Ahora queda como testimonio para el futuro este libro, el objeto-libro que no desaparecerá tan fácilmente porque quedará en bibliotecas y se multiplicará en versiones digitales cuando se haya recuperado la inversión de la edición impresa.
El prólogo de Sergio Ramírez, uno de los grandes narradores de América Latina, nicaragüense exiliado en España, debiera ayudar en la difusión, pero en este país tan ignorante nadie sabe quién es ese escritor que además fue vicepresidente de Nicaragua.
Brújula Digital /11/04/24/
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