Las amnistías políticas navideñas

“La vida es para eso, para gastarla… por los demás”, dijo Luis Espinal al resumir las razones que le impulsaron a plegarse a la huelga de hambre que iniciaron cuatro mujeres mineras el día de los Santos Inocentes de 1977 a favor de la amnistía política, un movimiento que marcó el principio del fin de la dictadura de  Hugo Banzer Suárez. Eran las épocas predemocráticas, cuando la consigna de “¡Amnistía general e irrestricta!” solía alterar las fiestas navideñas de los gobiernos autoritarios de turno.

El último decreto de amnistía de que se tiene memoria es el que suscribió Banzer Suárez en vísperas de la Navidad de 1976, pero el carácter restrictivo de la medida, que había excluido de sus beneficios a la mayoría de líderes sindicales y políticos de izquierda detenidos y exiliados, dio lugar a la  huelga de las mujeres mineras. A los 22 días de su inicio en el Arzobispado de La Paz, más de 1.500 personas, entre ellas la legendaria Domitila Chungara y los sacerdotes Luis Espinal y Xavier Albó, se habían sumado al ayuno en todo el país y al régimen militar no le quedó más remedio que decretar la amnistía general y, seis meses después, convocar a elecciones.

No siempre las demandas opositoras fueron exitosas. De hecho, en los seis primeros años de la dictadura banzerista, el régimen rechazó invariablemente los reclamos de los familiares de los presos y exiliados políticos. Según la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos (APDH), entre 1971 y 1977, 14.750 personas fueron detenidas y 19.140 salieron al exilio por razones políticas.

Tras el asesinato del general Juan José Torres en Buenos Aires, en junio de 1976, víctima del Plan Cóndor, decenas de exiliados se acercaron al consulado boliviano en la capital argentina atenidos a la promesa de Banzer Suárez, quien había dicho que quien se sintiera amenazado podía retornar al país, pero se encontraron con que los funcionarios consulares tenían órdenes estrictas del Ministerio de Gobierno de no conceder salvoconductos. Es así que Argentina se convirtió en una ratonera y decenas de exiliados bolivianos quedaron a merced de los paramilitares de la “Triple A”.

Eso ocurrió durante el triple sexenio militar (1964-82), entre los gobiernos del general René Barrientos Ortuño, que pobló los confinamientos de Madidi y Puerto Rico con centenares de líderes sindicales y militantes de izquierda, y de Luis García Meza. El último representante de la dinastía dictatorial, cuyo ministro del Interior, Luis Arce Gómez, invitó a los opositores a caminar con el testamento bajo el brazo, se fue sin conceder amnistía, pero se fue, para ser condenado después a 30 años de prisión, sin derecho a indulto, por crímenes contra los derechos humanos. 

Antes, durante el doble sexenio movimientista (1952-64), la Iglesia Católica logró abrir los campos de concentración de Curahuara de Carangas y Corocoro y las celdas del temible Control Político, a cargo del coronel Claudio San Román, tras obtener amnistías navideñas de los sucesivos gobiernos del MNR.

La palabra “amnistía” viene del griego “amnesia”, que supone el “olvido” del delito, en este caso del delito político. Con el advenimiento de la democracia y la restitución de los derechos civiles y políticos, hace tres décadas, las amnistías navideñas –toda una “tradición” en la agitada historia boliviana- han quedado  en simple  recuerdo,  cubiertas por  el velo  de la amnesia colectiva.

Página Siete – 20 de diciembre de 2014

El triple sexenio militar

Comenzaba con los sones marciales de las gestas heroicas y terminaba con los boleros de caballería de los días de duelo, con las proclamas inflamadas de las alboradas patrióticas y el inevitable recuento de víctimas de los atardeceres ahogados en sangre. Era el ritual de los golpes militares en “Villa balazos”, como había bautizado el periodista Ted Córdova-Claure a la ciudad de La Paz de la prehistoria democrática: la capital de la asonada, el motín cuartelero y la revuelta callejera.

Así empezó, con aires marciales y arengas patrioteras, el “movimiento cívico-militar” del 4 de noviembre de 1964. La metralla de los aviones Mustang de la Fuerza Aérea sobre el cerro de Laikacota, el emblemático bastión de las milicias movimientistas, anticipó desde las primeras horas de esa nublada mañana de la primavera paceña que el nuevo “pronunciamiento” nada tenía que ver con los intentos golpistas suicidas que había protagonizado la derechista Falange Socialista Boliviana (FSB) en los años anteriores.

No era un cuartelazo más. Era la “Revolución Restauradora”, encabezada por los generales René Barrientos Ortuño y Alfredo Ovando Candia, la revuelta que clausuró a balazos el “doble sexenio” de la Revolución Nacional -la gesta que habían encabezado Víctor Paz Estenssoro y Hernán Siles Zuazo (1952-64)- e inauguró el “triple sexenio” militar (1964-82), con su galería de dictadores fascistas, líderes “socialistas” y caudillos de opereta.

–¡El  “Mono” se está despidiendo! Ha dicho que está saliendo a inspeccionar las barricadas de los milicianos, pero las secretarias están llorando. ¡El Mono se va!-, advirtió agitado José Luis Alcázar, reportero de Radio Fides en el Palacio de Gobierno, en una llamada urgente a la redacción de la emisora.

Alcázar, uno de los periodistas mejor informados de la época, sabía lo que decía. Paz Estenssoro había perdido la partida y entregaba el poder a los mismos militares que hasta un día antes juraban lealtad al MNR, con el vicepresidente Barrientos a la cabeza.

Una foto de ese día le muestra en la escalinata del Palacio Quemado, al pie del mural multicolor de Alandia Pantoja, con un abrigo negro, un sombrero gris y un maletín de cuero bajo el brazo, despidiéndose de sus colaboradores, acompañado del propio Ovando Candia, mientras las milicias resistían inútilmente el asedio de la aviación con los últimos cartuchos de una revolución que agonizaba desde años antes.

Bolivia estrenó “copresidentes” el 5 de noviembre, pero una multitud obligó a Ovando Candia a renunciar a la Copresidencia una hora después del juramento, cuando salió con Barrientos a saludar a la multitud congregada en la plaza Murillo. La gente le acusaba de haber facilitado la huida de Paz Estenssoro y quería a Barrientos como único líder.

“El general del pueblo”, como se hizo llamar desde el primer día, dijo que se quedaría en el poder todo el tiempo que fuera necesario, es decir indefinidamente, para “reconducir” la Revolución Nacional y “reorganizar” al país, pero unos cables del telégrafo, con los que se enredó la hélice de su helicóptero al levantar vuelo en la comunidad de Arque, se atravesaron en su destino un domingo de abril de 1969.

Página Siete – 30 de octubre de 2014

Elecciones en tiempos revueltos

El parto de la democracia  no sólo fue difícil. Fue sangriento. Quienes votaron en las primeras elecciones, entre 1978 y 1980, recuerdan las agitadas vísperas de esos comicios, con períodos de reflexión -los ahora llamados “silencios electorales”- sacudidos por atentados y bombazos nocturnos, alentados por el autoritarismo en retirada. Eran “tiempos revueltos”, parafraseando a una popular serie española sobre los primeros días de la dictadura franquista.

Los bolivianos acudieron a las urnas el domingo 9 de julio después de 18 años de gobiernos militares. Venció Juan Pereda, pero el fraude fue tan grande e inocultable que el propio dictador Hugo Banzer se vio obligado a anular las elecciones. Enojado por la decisión de su mentor, Pereda derrocó a Banzer el 21 de julio, en el primero de una seguidilla de golpes que culminaría dos años después con el sangriento cuartelazo de Luis García Meza.

Un general casi desconocido, David Padilla Arancibia, derrocó a Pereda el 24 de noviembre y convocó a elecciones para el 1 de julio de 1979. La competencia partidaria pobló de militantes y simpatizantes todos los espacios públicos del país, en una época en que la “tendencia del voto” no se medía por encuestas, sino por  el número de manifestantes en las concentraciones electorales.

El avance de la izquierda, con la Unidad Democrática y Popular (UPD) y el Partido Socialista 1 (PS-1) a la cabeza, no era del agrado de los militares. El 1 de noviembre de 1979, el general Alberto Natusch Busch derrocó al gobierno interino de Walter Guevara Arze mediante un sangriento golpe de estado. La “Masacre de Todos Santos” se cobró la vida de más de 100 personas. Dos semanas después, la resistencia popular obligó a Natusch Busch a entregar el poder al Congreso que eligió como presidenta a Lidia Gueiler, quien convocó a elecciones para el 29 de junio del año siguiente.

Pero ese no fue el final de la  violencia, sino el principio. Los candidatos hacían campaña a salto de mata. “¡Calma, calma! ¡Sólo son cachorros de dinamita… Son inofensivos!”, intentaba calmar Marcelo Quiroga Santa Cruz a la multitud, mientras las explosiones sacudían  la Plaza San Francisco en el cierre de campaña de 1979.

Cuatros semanas antes de los comicios de 1980, el 2 de junio, se produjo el atentado contra la avioneta que trasladaba a Jaime Paz Zamora y a otros dirigentes de la UDP a Rurrenabaque. La nave, perteneciente a un servicio de taxis aéreos del coronel Luis Arce Gómez, se incendió en el aire y se precipitó a tierra cerca de Laja. El objetivo del atentado era eliminar a Hernán Siles Zuazo y Paz Zamora, pero Siles suspendió el viaje a última hora y Paz Zamora se salvó milagrosamente con graves quemaduras en el rostro y el cuerpo al saltar del aparato.

La campaña electoral se cerró con un atentado terrorista en La Paz, que dejó un saldo de dos muertos y medio centenar de heridos, cuando manos anónimas lanzaron una granada militar de fragmentación contra una marcha de la UDP, encabezada por el propio Siles Zuazo, en pleno Prado. Los atentados no impidieron la victoria de la UDP, con 38,74%, sobre Paz Estenssoro 20,15% y Hugo Banzer 16,83%.

La escalada de violencia comenzó con el asesinato del padre Luis Espinal, el 21 de marzo, y  se prolongó hasta el 17 de julio, día en que  García Meza y sus paramilitares asestaron un golpe mortal a la naciente democracia con  un cuartelazo  que se cobró la vida de Marcelo Quiroga Santa Cruz.

Página Siete –  9 de octubre de 2014 

Un agosto de malos presagios

No fue una fiesta patria cualquiera. La asunción de Víctor Paz Estenssoro, tras su reelección para un tercer mandato, en la soleada mañana del 6 de agosto de 1964, estuvo precedida de rumores de toda índole y de un creciente malestar político y social.

El presagio de la mala hora venía de la mano de su compañero de fórmula, el general René Barrientos Ortuño, quien se haría del poder tres meses después, el 4 de noviembre, mediante un cruento golpe militar. “¿Cómo voy a golpear al libertador económico de Bolivia?”, había respondido cínicamente cuando los periodistas le preguntaron en vísperas de la asonada si estaba conspirando contra su jefe.

Lo cierto fue que Barrientos conspiraba día y noche desde el mismo minuto en que asumió la Vicepresidencia de la República. “Estaba conspirando con todo el mundo. En dos oportunidades mandó a sus emisarios para pedirme que me sumara”, recordaría años después el líder de la Federación de Mineros y la Central Obrera Boliviana (COB), Juan Lechín Oquendo, quien paradójicamente, siendo vicepresidente de Paz Estenssoro (1960-64), se había convertido en uno de sus principales opositores.

No era el único que había abandonado el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). También lo habían hecho Hernán Siles Zuazo, líder de la insurrección del 9 de abril de 1952, Vicepresidente en el primer mandato de Paz Estenssoro (1952-56) y Presidente entre 1956 y 1960; y Wálter Guevara Arze, “padre” de la Reforma Agraria. “En septiembre, Paz se vio forzado a depender de una constante acción policial para mantener el control”, recordó el historiador James Dunkerley en  Rebelión en las venas.

Paz Estenssoro buscó el tercer mandato contra viento y marea. Para lograrlo, reformó la Constitución “emenerrista” de 1961, modificando el artículo que prohibía la reelección inmediata, en una decisión que fracturó al MNR. Los ánimos estaban caldeados no sólo en el partido del Gobierno. Ante el ruido de sables, el  Mono  decidió sustituir a su compañero de fórmula, Federico Fortún, por Barrientos Ortuño. El candidato militar había ganado una gran popularidad como consecuencia de un atentado nunca aclarado, en el que resultó herido en un glúteo.

Durante las semanas que siguieron a su asunción, “cerca de 100 opositores fueron enviados al exilio, los arrestos políticos se generalizaron y, dado que los ataques de la prensa crecieron, se impuso la censura”, recordó Dunkerley. Las manifestaciones callejeras derivaron en enfrentamientos con una treintena de muertos y el consiguiente estado de sitio.

El golpe del 4 de noviembre estaba servido. No fue un cuartelazo cualquiera. Fue el golpe que abrió la puerta a 18 años de militarismo en Bolivia.

Página Siete – 21 de agosto de 2014