Dulces promesas de amor

“La palabra diputado sonó en mis oídos con la misma dulzura que una promesa de amor”, dice el protagonista de La candidatura de Rojas, Enrique Rojas y Castilla, cuando su tío abuelo le sugiere que se postule para el Parlamento porque ha llegado la hora de “hacer algo por el porvenir de la familia”. Al ver los afanes proselitistas de unos y otros en los últimos días, no resistí la tentación de evocar la frase que abre la maravillosa novela de Armando Chirveches (1881/1926), lectura obligada en tiempos electorales, como el actual, así sólo sea para tomar con humor la siempre malhumorada política boliviana.

Todo novelista sabe que la primera frase de su obra –el famoso íncipit (“empiezo”)– es crucial para atrapar al lector. Basta recordar los emblemáticos inicios de Pedro Páramo, Cien Años de Soledad o Conversación en la catedral, para no mencionar al más célebre de todos, el de Don Quijote. La genial frase de Chirveches no sólo cumple a cabalidad con ese objetivo, puesto que nos embarca en la historia desde el vamos, sino que sugiere con ironía la trama de la obra y pinta de una sola pincelada la política criolla, la de ayer, la de hoy y la de siempre.

¿Cuántos de nuestros políticos no habrán sido seducidos por esa dulce promesa de amor que parece ser toda candidatura, pasando por encima de lealtades, principios e ideologías?

Las grandes crisis exhiben a los políticos en su verdadera dimensión. Los desnuda. Dicho de otro modo, los políticos muestran la madera de la que están hechos en las grandes crisis. Es el momento de los renunciamientos o de las apuestas por las metas superiores. 

“Todas las situaciones críticas tienen un relámpago que nos ciega o nos ilumina”, dijo alguna vez Víctor Hugo. ¿Cuánto nos ha cegado o nos ha iluminado el relámpago de noviembre? 

A los partidos se los juzga por sus programas y sus propuestas; a los líderes políticos por su trayectoria, por su historia personal, que es el capital político y moral de un dirigente y el único aval de su coherencia política e ideológica ante el pueblo que dice o quiere representar.

A estas alturas de la vida, cuando parece estar más vigente que nunca el “fin de las ideologías”, proclamado hace 30 años por el politólogo Francis Fukuyama, resulta difícil hablar de izquierdas y derechas. Sin embargo, no dejan de llamar la atención los malabarismos ideológicos de muchos de nuestros políticos y los argumentos que esgrimen para justificar el cambio de bando.

La palabra “transfugio” no existe en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, pero tiene carta de ciudadanía en la política boliviana. ¿Qué se puede pensar de personajes que hasta hace apenas tres meses defendían públicamente al “hermano Evo” y ahora apuestan por un “héroe” del signo contrario?  ¿O de aquellos que en tres elecciones habrán vestido tres camisetas partidarias distintas? Desde luego, no son de fiar. Pero, ¿son de fiar quienes los eligieron como candidatos? 

¿Y qué hay de los políticos que hasta hace poco se mostraban afines a la socialdemocracia y hoy aparecen en las antípodas ideológicas? ¿Y qué de los sindicalistas que renuncian a la dictadura del proletariado para apoyar al caudillo populista de turno? La palabra “tránsfuga” sí figura en el diccionario. Significa “persona que pasa de una ideología o de colectividad a otra”. No quiero generalizar. Por supuesto, hay excepciones, políticos de una sola línea y una sola palabra, como diría Marcelo Quiroga Santa Cruz.

La coherencia no es el fuerte de nuestra política. Quienes gritaban “¡Patria o muerte!” fueron los primeros en optar por la patria ajena, al buscar asilo, incluso cuando nadie los perseguía porque no había gobierno. Nadie esperaba que dieran su vida, como proclamaban, pero al menos que no atizaran cobardemente la violencia desde lejos. Es cierto que no todos actuaron de la misma manera, pero quienes se quedaron para dar la cara y apostaron por la pacificación, en una actitud meritoria y valiente, fueron castigados y excluidos de las listas elaboradas por el líder fugado.

Ni coherencia ni lealtad. Tampoco la seriedad. Para “salvar a la patria” hay cientos de candidatos, pero muchos de ellos -¡más de 350!- ni siquiera han podido cumplir los requisitos mínimos para su inscripción. Y no hablo de las caricaturas, como los programas truchos, los copy paste, armados al cierre de los plazos, ni del “alquiler” de siglas ni de las denuncias sobre la “venta” de candidaturas. Hablo de llenar un formulario y reunir fotocopias.  

¡La política es así! ¡Es lo que tenemos!, dicen quienes convocan al electorado al “realismo”. Al fin y al cabo, sostienen, nadie ha jurado sobre la Biblia mantener la palabra empeñada ni portar la misma camiseta de por vida. Las coyunturas cambian. Por tanto, debemos adaptarnos a ellas. Es la “doctrina de Groucho Marx”: un principio para cada coyuntura y un principio para cada candidato.

“¡Ah, la política!”, diría Don Manuel María Menéndez, el padrino de Enrique Rojas  en la novela de Chirveches, cuando le aconseja a su ahijado no lanzarse como candidato: “¡La política! Conozco mucho a esa señora, o mejor dicho, a esa mujer pública, veleidosa como la que más, cuyos favores se pagan, lo mismo que los de las otras, con dinero. ¡La política!”. No es que sea pesimista. Es lo que hay.

Página Siete – 13 de febrero de 2020

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