Octavio Paz, un libertario en tiempos nublados

Octavio Paz nació bajo el signo del cambio, en el México convulsionado por la revolución armada del siglo pasado (1910/17) y en vísperas del estallido de la primera gran conflagración mundial (1914/18). Su abuelo fue un intelectual liberal que combatió la intervención francesa (1862/67) y su padre llegó a representar al caudillo revolucionario Emiliano Zapata en  Estados Unidos. El poeta y ensayista mexicano vivió los “tiempos nublados” del siglo XX y asistió desolado al “ocaso de las utopías”.

Como hombre de letras obtuvo los más importantes galardones, entre ellos el Nobel de Literatura (1990) y el Premio Cervantes (1981), en un reconocimiento unánime a su obra poética, pero como pensador que trascendió la lírica en un momento de profunda crisis ideológica, encendió grandes polémicas y provocó agrios debates. De ideas libertarias más que liberales, fruto de su adhesión juvenil al anarquismo, cosechó enemistades a causa de su pensamiento crítico y su rechazo a los totalitarismos de todo signo.

Mario Vargas Llosa elogió “la belleza de su palabra, su poesía siempre original y la prosa de nuestra lengua”, y lo reivindicó como “un pensador que defendió la libertad y la cultura democrática”; Gabriel  García Márquez afirmó que el mexicano “saturó de extremo a extremo el siglo XX” con “un torrente de belleza, reflexión y análisis”. 

A su muerte, hace 21 años, el entonces director general de la Unesco, Federico Mayor, trazó su biografía en diez palabras: “Octavio Paz encarnó perfectamente su tiempo y su gran país”.

Octavio Irineo Paz Lozano vino al mundo hace 105 años, el 31 de marzo de 1914, en una casona de muros de piedra cubiertos de buganvillas de  Mixcoac, un pequeño poblado vecino a la Ciudad de México, hoy convertido en un barrio más de la capital, y falleció el 19 de abril de 1998. 

Unos meses después de su nacimiento, su madre, Josefina Lozano, lo llevó a vivir con su abuelo, Ireneo Paz, debido a que su padre, Octavio Paz Solórzano, se había unido al movimiento zapatista. 

Abandonó la casa del abuelo todavía en su niñez para reunirse con su padre, quien representaba a Zapata en Los Ángeles después de haber trabajado como escribano y abogado del caudillo agrarista. Siendo aún muy joven apoyó el movimiento estudiantil que pugnaba por la autonomía universitaria  y se unió a la corriente popular que postulaba al abogado, escritor, educador y filósofo José Vasconcelos a la Presidencia de la República.

Su padre y su abuelo, a quienes escuchó hablar sobre las leyendas y los héroes liberales y revolucionarios de su época, tuvieron una gran influencia en su formación, como dejó constancia en “Canción mexicana”, uno de los poemas de Ladera este: “Mi abuelo, al tomar el café, / me hablaba de Juárez y de Porfirio, / los zuavos y los plateados. / Y el mantel olía a pólvora. / Mi padre, al tomar la copa, / me hablaba de Zapata y de Villa, / Soto y Gama y los Flores Magón. / Y el mantel olía a pólvora. / Yo me quedo callado: / ¿de quién podría hablar?”.

Publicó su primer poema a los 17 años, titulado Cabellera, que reprodujo dos años después en su primer libro, Luna Silvestre (1933): “Cabellera/ -cambiante de olas-/ apenas presentida; irreal;/ como deseo de viaje,/ como la sombra del rumor del viento/ en el corredor del mar”. Atribuía su afición a la poesía a sus tempranas lecturas del poeta estadounidense T.S. Eliot. 

Raíz de hombre (1937), Entre la piedra y la flor (1941), Libertad bajo palabra (1949) –que el poeta consideraba su “verdadero primer libro”–, Águila o sol (1951), Piedra de sol (1957), La estación violenta (1958), Ladera este (1969), El Mono gramático (1974), Pasado en claro (1975), Vuelta (1971) y Árbol adentro (1987) son algunos de los títulos que recogieron su obra poética, en la que confluyen la soledad, la sensualidad y la belleza como temas recurrentes.

Hizo periodismo en diarios, revistas y canales de televisión. En 1971 fundó la revista Plural, como suplemento cultural del diario Excélsior, que cerró en 1976 tras la remoción del director del periódico, Julio Scherer,  en un golpe atribuido al entonces presidente Luis Echeverría en represalia por la posición crítica que mantenía ese influyente medio. Inmediatamente después fundó la revista Vuelta, que dirigió hasta su muerte.

A sus 35 años, estando en misión diplomática en Francia, escribió y publicó su ensayo más emblemático, El laberinto de la soledad, un “ejercicio de la imaginación crítica” –como lo llamó el mismo autor– sobre el mexicano y la mexicanidad, en el que sostiene que “la historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen”, que “México está tan solo como cada uno de sus hijos” y que “el mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo”.

El ensayo se publicó inicialmente en la revista Cuadernos Americanos en 1949 y un año después en libro, pero la edición revisada y definitiva salió nueve años después, en 1959. Como dijo el escritor y filósofo mexicano Alejandro Rossi, colaborador de Paz, se trata de un clásico que dejó una honda huella en México, como “auténtica introducción al país y a su historia”, un “libro maestro” que guía y orienta sobre el ser de México y los mexicanos, y que, por lo mismo, provocó críticas y grandes polémicas entre sus contemporáneos.

Paz plasmó sus ideas políticas y filosóficas en ensayos y artículos periodísticos, en los que reflejó su pasión libertaria y su aversión a los sistemas e ideologías totalitarias. Tras El laberinto de la soledad, publicó El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957) y El ogro filantrópico (1979). 

En Posdata (1970) amplió las reflexiones que formuló en El laberinto de la soledad  y en Tiempo nublado (1983) expuso sus últimas preocupaciones sobre el mundo que le tocó vivir.

Fue maestro rural y dio clases en rancherías de Yucatán, una experiencia que reflejó en su libro Entre la piedra la flor. Allí conoció a la que sería su primera esposa, la escritora Elena Garro (Los recuerdos del porvenir), y escribió una canción ranchera, Sueño de amor, con música de Manuel Esperón, que interpretaría Jorge Negrete en la película El rebelde (1943).

Un compañero de secundaria, el anarquista catalán José Juan Bosch y Fontseré, hijo de un exiliado, lo aproximó a la historia y a la política. El poeta lo reconocía como un “auténtico hombre de izquierda” y como mentor. “Nos enseñó a desconfiar de la autoridad y del poder; nos hizo ver que la libertad es el eje de la justicia. Su influencia fue perdurable: ahí comenzó la repugnancia que todavía siento por los jefes, las burocracias y las ideologías autoritarias”, escribió en una ocasión.  “A él le debo mis primeras lecturas de autores libertarios”.

Era la época en que creía en el socialismo y se consideraba militante de la causa revolucionaria universal. Como él mismo relató en varias ocasiones, adhirió a las ideas de izquierda consciente del momento histórico de la primera mitad del siglo pasado, que colocó a su generación en la disyuntiva de elegir entre el fascismo y el comunismo: “Yo me identifiqué con la gente de izquierda”.  

A principios de la década de los 30, conoció al poeta Rafael Alberti, comunista de hueso colorado, quien le dijo que su poesía no era social y que, por el contrario, era contradictoria con su ideal revolucionario.  A pesar de ello, el propio Alberti y Pablo Neruda lo invitaron al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, realizado en julio de 1937 en Madrid, Barcelona y Valencia, en plena Guerra Civil. Allí hizo amistad con André Malraux, John Dos Pasos, Ernest Hemingway, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, César Vallejo y Antonio Machado, entre otros poetas y escritores que apoyaban la causa republicana española. 

“Es natural sentir un poco de ternura por el muchacho que fuimos, pero un poco de ironía y dos o tres coscorrones no le harían daño a ese fantasma juvenil”, diría 40 años más tarde en una entrevista. Recordó, a manera de justificación, que Adolf Hitler era la amenaza de la época y que la Revolución Rusa de 1917 había encendido una gran esperanza, pero “ahora sabemos que ese resplandor, que a nosotros nos parecía el de la aurora, era el de una pira sangrienta”.

Sus opiniones solían estar marcadas por el escepticismo, cuando no por el pesimismo: “Las revoluciones –decía– se han petrificado en tiranías desalmadas, los alzamientos libertarios han degenerado en terrorismo homicida. Occidente vive en la abundancia pero corroído por el hedonismo, la duda, la dimisión. En el llamado Tercer Mundo: dictaduras, luchas intestinas y guerras exteriores, matanzas que dejarían boquiabiertos a los asirios, los tártaros y los aztecas”.

Según el poeta, “asistimos el ocaso de las utopías, lo mismo las capitalistas que las socialistas”, a raíz del fracaso de los grandes proyectos históricos. “Veo una ausencia de proyectos”, declaró desolado al periodista Julio Scherer, director de la revista Proceso. “Si vuelvo la cara a la derecha, veo a gente atareada haciendo dinero, si la vuelvo a la izquierda, veo gente atareada discutiendo. Las ideas se han esfumado”.

Ha sido definido con frecuencia como anarquista, tanto por sus ideas libertarias como por su aversión a la omnipresencia del Estado, ese “monstruo frío”, el “ogro filantrópico”,  que “a todos amenaza en el mundo”. 

Llamó a “luchar contra la estatificación universal” y dijo que, si ha de surgir un nuevo pensamiento revolucionario, “tendría que absorber dos tradiciones desdeñadas por Marx y sus herederos: la libertaria y la poética”.

Criticó a la derecha “acomodaticia y oportunista”, que sólo ve al país como un campo de acciones lucrativas, y estigmatizó a la izquierda “murmuradora y retobona”, que “piensa poco y discute mucho”. Pero sus verdaderas “obsesiones” fueron la Unión Soviética (“peste totalitaria”) y el marxismo (“opio de los intelectuales” y “superstición del siglo XX”). Fue uno de los primeros intelectuales latinoamericanos en denunciar la existencia de campos de concentración en la desaparecida Unión Soviética y la falta de libertades en Cuba. 

A quienes le censuraban haber equiparado a Fidel Castro con Augusto Pinochet, les respondía que “condenar los crímenes de los generalotes y generalillos es un ritual sin riesgos”, mientras que “el examen de los regímenes llamados socialistas es un trabajo de análisis histórico”, porque “por un colosal equívoco, esos regímenes se ostentan como los herederos de las tradiciones más nobles de la Historia moderna: el socialismo”.

Activistas de izquierda quemaron su efigie frente a la embajada de Estados Unidos en 1984 a raíz de las críticas que había formulado al régimen sandinista de Nicaragua; tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, fue blanco de nuevos ataques por parte de la izquierda por haber proclamado a través de la televisión: “¡El socialismo ha muerto, viva la libertad!”.

Negaba, sin embargo, ser antisocialista: “yo no rechazo la solución socialista. Por el contrario, el socialismo es, quizá, la única salida racional a la crisis de Occidente”, afirmaba, pero a continuación distinguía entre la “ideocracia” soviética y el socialismo que respeta las libertades y el pluralismo democrático.

Sin una salida que ofrecer entre el “impasse” al que ha sido conducida la humanidad por el capitalismo y el colectivismo, según decía, proponía “inventar soluciones”. “Si el almacén de proyectos históricos que fue Occidente se ha vaciado, sostenía, ¿por qué no poner en entredicho los proyectos ruinosos que nos han llevado a la desolación que es el mundo moderno y diseñar otro proyecto, más humilde pero más humano y más justo?”.

Siendo embajador en India, Paz renunció a una larga carrera diplomática como protesta por la matanza de Tlatelolco (1968), convencido de que el escritor no tiene deberes específicos con su país, sino “con el lenguaje y con su conciencia”. Tarde o temprano –afirmaba–, “tropieza con el poder”. Sin embargo, no predicaba la abstención: “los intelectuales pueden ser útiles al gobierno, a condición de que sepan guardar la distancia con el príncipe”.

Vargas Llosa dijo que Paz fue uno de los intelectuales que más lúcidamente se enfrentó a la profunda revolución de la vida política y de la cultura de nuestro tiempo, a las profundas transformaciones políticas, sociales e históricas que “hicieron trizas las antiguas certidumbres” y “los viejos patrones convencionales”, como la definición entre derecha e izquierda.

No todos pensaban lo mismo. Quienes discrepaban con su disidencia y sus ideas libertarias le reprochaban la “visión orwelliana” y la “imagen apocalíptica” que ofrecía del tiempo que le tocó vivir. Al referirse a su “mensaje desolador” sobre “el fracaso de la humanidad”, uno de sus críticos lo describió como “un hombre solitario que se cree aprisionado en un mundo incomprensible, ajeno y hostil”.

Dos días antes de la navidad de 1996, ya gravemente enfermo de flebitis, un pavoroso incendio destruyó su lujoso departamento de la colonia Cuauhtémoc, en el Paseo de la Reforma, donde residía con su esposa Marie Jose Tramini. En cuestión de minutos las llamas consumieron su colección de libros,  los muebles y las pinturas que colgaban en las paredes. Nunca pudo superar ese golpe. Falleció 15 meses después en una casa que le proporcionó el gobierno de la ciudad en el barrio de Coyoacán, la Casa Alvarado. A la flebitis se le había sumado un cáncer fulminante.

Tenía fama de ser un hombre inflexible, incluso huraño, tal vez por sus posiciones políticas, pero sus amigos sostenían que, por el contrario, era una persona amigable y con mucho sentido del humor. Seguidor de algunos programas de televisión, era aficionado a la serie  Los Simpson. En una entrevista reconoció que interrumpía su rutina de escritor a las siete de la noche para ver las aventuras de la familia amarilla, porque, según dijo, “nos resumen”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 13 de octubre de 2019

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